Alain Touraine, Iguales y diferentes

Iguales y diferentes

Intereses sociales y valores culturales

Nuestra experiencia colectiva esta fuertemente marcada por dos transformaciones recientes: por una parte, las nuevas industrias actúan sobre la cultura y la personalidad, creando lenguajes, imágenes y representaciones del mundo y de nosotros mismos; por otra parte, entran en la economía mundial poblaciones que no se han modernizado poco a poco sino bruscamente, mientras que siguen viviendo en sus antiguas condiciones sociales y culturales. De un lado, pues, ya no podemos considerar que los seres humanos crean su entorno técnico y económico, puesto que desde ahora son las industrias culturales, (en formación) las que crean nuevas representaciones del ser humano; y, de otro lado, descubrimos que es posible innovar no sólo con lo nuevo, como se pensaba en Occidente, sino también con lo viejo, movilizando los recursos culturales y sociales de cada país para que pueda entrar en el sistema económico mundial.

Esta doble transformación hace que los problemas más visibles y los que dan lugar a los mayores conflictos, dramas y esperanzas, sean hoy día los problemas culturales, mientras que los que solíamos llamar problemas sociales parecen mejor controlados en los países industrializados y menos vitales en los países en vías de desarrollo, donde las condiciones de la modernización son más importantes que los problemas internos de una sociedad industrial, todavía en formación.

Pero, si es cierto que los problemas culturales han tomado la delantera a los problemas propiamente sociales y que la reivindicación de los derechos culturales tiene más fuerza que la de los derechos sociales, en ambos casos nos encontramos ante opciones comparables. La modernidad aparece siempre como una ruptura entre la acción racional frente al mundo y, por tanto, la desilusión ante él, por una parte, por otra, la conciencia del propio yo, ya tome la forma de individualismo moral de Kant o la de una identidad comunitaria. Y en todas las situaciones, la llamada a la política, a la acción voluntaria de la sociedad sobre sí misma, es lo único que puede salvar la unidad de nuestra experiencia personal y colectiva.

En las dos grandes situaciones históricas consideradas, una en la que predominan los problemas sociales y otra en la que son más visibles los problemas culturales, se plantea la misma cuestión: cómo combinar la universalidad de los derechos con el reconocimiento de los intereses sociales y los valores culturales particulares. Sin la universalidad de los derechos, una cultura se encierra en su diferencia y, a menudo, en la idea de su superioridad, mientras que la actividad técnica y económica se reduce a la gestión de los medios puestos al servicio de una voluntad política. Se entra entonces en lo que Weber llamaba la guerra de los dioses y que es, de hecho, la guerra de las naciones, de los estados y de los pueblos.

¿Cómo dotar de contenido real a la afirmación de los derechos universales? Para esta pregunta caben tres respuestas principales.

La primera es mantener la llamada a la universalidad de los derechos, es decir a la ciudadanía, en nombre de Dios, de la Raza o de la Historia, aun a riesgo de aceptar las desigualdades sociales o la represión cultural. Inversamente, la segunda consiste en afirmar el valor universal de una cultura particular y, en consecuencia, rechazar todo pluralismo y excluir a las minorías. La tercera sería extender la noción de derechos civiles a los sociales y culturales.

En la época de la primera industrialización, que afectó sólo a algunos países del mundo occidental, estas tres respuestas produjeron, de una parte, un "republicanismo" jurídico, indiferente u hostil a las reivindicaciones obreras; de otra, en sentido opuesto, la voluntad de crear una sociedad de trabajadores, e incluso una dictadura del proletariado; y, por último, en una tercera dirección, la creación de una "democracia industrial", como la llaman los ingleses, que tomó después la forma de la socialdemocracia o del "Estado del bienestar". Lo que nos importa hoy es reformular estas tres respuestas para adaptarlas a los problemas planteados por la afirmación de los derechos culturales.

Tres respuestas

La primera respuesta, que atrae sobre todo a los países con tradición política y democrática más antigua, y en particular a Francia, es la defensa de la universalidad de la cultura y, por tanto, el rechazo de la minorías lo que, en el mejor de los casos, supone una gran apertura de la sociedad que se identifica con valores universales. En cierta medida, es lo que pasó en el Reino Unido y en Francia, al menos cuando estos países se encontraban en situación de superioridad, mientras que hoy están amenazados por la redistribución de la riqueza y de la producción en el mundo. De forma aún más decisiva, esta visión fue destruida por el movimiento feminista al afirmar que los términos "hombre" y "derechos humanos" no tiene otra expresión que la dualidad hombre/mujer, de modo que la igualdad y la diferencia, lo universal y lo particular son ya inseparables.

La segunda respuesta, semejante a la idea de una sociedad de trabajadores o a la dictadura del proletariado en la sociedad industrial, es la búsqueda de la pureza y la homogeneidad recurriendo a medios a menudo autoritarios, o aislando las comunidades unas de otras en nombre de un relativismo cultural sin límites. En algunos países, como Estados Unidos, esto se refleja en la importancia de la identity politics; en otros, menos privilegiados, ha llevado a un aumento del fundamentalismo y, sobre todo, de los integrismos que sirven de base a los regímenes autoritarios.

¿Es posible encontrar una tercera vía, semejante a la que condujo a la industrial democracy en las primeras sociedades industrializadas? Esta pregunta tan simple define el problema más importante de nuestras sociedades. Al igual que en la Europa del siglo XIX, el problema fundamental, lo que se llamaba la cuestión social, era el de la clase obrera y la dominación que sufría, actualmente el problema central consiste en combinar la pluralidad de las culturas con la participación de todos en un mundo tecnoeconómico del que todos los países forman parte. Se han propuesto varias respuestas a esta cuestión.

La primera, que podríamos llamar estética, es el reconocimiento de una diversidad cultural, y la curiosidad por las otras culturas, que también puede servir como mirada crítica sobre uno mismo, como ya hizo Montesquieu en sus Cartas persas. Fue precisamente durante la revolución industrial cuando se desarrolló el interés por la Antigüedad, y fue el gran despegue económico de la posguerra el que hizo aumentar rápidamente, en muchos países, las visitas a museos y exposiciones. Mientras que éstos interesaban sobre todo, hasta aquí, a quienes buscaban sus orígenes (particularmente, en el caso de Europa, en Roma, en Grecia y especialmente en Egipto), asistimos ahora a la proliferación de exposiciones y museos que presenta objetos venidos de culturas consideradas diferentes o representativas de las "artes primitivas", según la expresión de Jacques Chirac. Pero los límites de esta respuesta estética son evidentes, porque este reconocimiento de culturas diferentes es tanto más fácil cuanto más alejadas están y menos afectan a nuestras actividades y a nuestras relaciones sociales cotidianas.

La segunda repuesta consiste en buscar los mismos principios universalistas en todas las culturas, por encima de sus diferencias. Es el espíritu que anima a todos los encuentros ecuménicos, como el organizado por el papa Juan Pablo II en Asís, y a muchas de las actividades que emprende la UNESCO para facilitar el reconocimiento mutuo de las culturas. ¿No estamos todos preocupados por las mismas cuestiones fundamentales: de dónde venimos y a dónde vamos? ¿No están de acuerdo todas las grandes religiones en exigir el respeto a la vida y en afirmar el principio de igualdad entre todos los seres humanos? Cierto que esta respuesta parece, con frecuencia, ridícula y que las religiones han suscitado más guerras que congresos ecuménicos, como recuerda S. Huntington. Sin embargo, la filosofía de la Ilustración conserva un gran atractivo para todos los que sitúan la comunicación y, por tanto, la relación, por encima de la producción. Esta posición se refleja especialmente, en nuestros días, en la filosofía alemana, con Habermas y Apel y su búsqueda de las condiciones universales de la comunicación entre actores diferentes. No obstante, es difícil que la comunicación y el reconocimiento del otro puedan establecerse entre individuos o grupos sociales situados en relación de desigualdad, de dominio o de dependencia. ¿No volveremos entonces a las ilusiones del republicanismo y, en consecuencia, al rechazo de los derechos culturales de ciertas categorías, en nombre de la universalidad de los derechos políticos?

Es preciso, pues, buscar otra solución, en la línea de lo que fue la creación lenta, difícil y siempre parcial de una democracia industrial, en los países que emprendieron primero una modernización capitalista. Búsqueda difícil, que a muchos se antoja imposible, en un mundo en movimiento, sin principio y sin centro, y donde parece más racional aceptar una diversidad, regulada únicamente por el mercado. Esta es la posición posmoderna, a la vez radical en su destrucción de todos los principios universalistas, a los que se acusa de ser ideologías de los países o las clases dominantes, y ultraliberal, ya que sólo el mercado puede asegurar una comunicación sin integración.

Creo, sin embrago, que se puede encontrar una respuesta. Si el mundo técnico y el de las identidades culturales se han alejado cada vez más uno de otro, sólo el individuo posee los medios para aproximarlos, e incluso siente la necesidad de hacerlo, ya que su unidad, la coherencia de su personalidad, se ve amenazada por esta separación. Esta combinación es posible, porque se trata de ligar el universo de los medios, en el que todo el mundo participa, con el de los fines, los valores, que son cada vez más diferentes. No hay, pues, que buscar la universalidad en un principio superior, como lo hacen quienes, con Hannah Arendt, tratan de reconstruir la política y su principio de igualdad por encima de las desigualdades sociales; por el contrario, hay que buscarla en la necesidad de cada individuo y de cada colectividad de ser definidos, a la vez, por sus identidades y por su participación en el mundo tecnoeconómico.

Esta idea lleva a superar las soluciones propuestas. Se trata de reconocer la diversidad de las culturas, de afirmar los derechos culturales de cada uno y, en particular, de las minorías y, por tanto, de combinar igualdad y diferencia. Destacados antropólogos, como Clifford Geertz o Louis Dumont, han afirmado que estos dos términos eran incompatibles. Lo son en efecto dentro de un sistema social muy consolidado, siempre jerarquizado, donde la diferencia entraña desigualdad. Pero en una sociedad abierta, donde desaparecen los principios reguladores, no hay más desigualdad que la económica o la militar y, en consecuencia, las diferencias culturales pueden combinarse con un mundo económico no igualitario a través de lo que yo llamo el "sujeto", es decir, la voluntad de cada uno de constituirse en protagonista, combinando la acción instrumental y la identidad cultural.

Esta afirmación conlleva una objeción inmediata: si la construcción del sujeto es personal, ¿no quedará encerrada en la vida privada, mientras que la vida pública se abandona a las desigualdades económicas y a la guerra de los dioses? Objeción tan evidente como fácil de contrarrestar, ya que un agente social no puede afirmar su derecho a ser un sujeto, sin reconocérselo al mismo tiempo a los demás. Y, de modo más inmediato, un actor no puede ser un sujeto más que entrando en relación con otro actor al que reconoce y que lo reconoce como sujeto. A decir verdad, la democracia sólo puede definirse hoy como el sistema político que protege y fomenta el reconocimiento mutuo de los actores, en su esfuerzo por combinar su participación en el mundo tecnoeconómico con la protección de su identidad cultural. Un ejemplo será suficiente para comprender esta idea. Cuando una minoría se encuentra en una sociedad –por ejemplo, cuando los inmigrantes vienen a trabajar y a vivir en una sociedad que les es extraña -, su integración en esta sociedad no puede realizarse ni por fusión en ella ni, contrariamente, por su aislamiento de la comunidad, sino únicamente mediante la combinación de un acceso igualitario al trabajo y a la renta, y el reconocimiento de su identidad. Siguiendo a Simmel, será preciso que se integren como extranjeros, es decir, como iguales y diferentes a la vez. Por el contrario, vemos con frecuencia cómo se fomenta la desigualdad de los inmigrantes, relegándolos a trabajos no cualificados, a la precariedad y el desempleo y, al mismo tiempo, se los considera semejantes, rehusándoles los signos de su identidad cultural.

Identidad cultural y gestión democrática

Es posible aplicar un razonamiento análogo a categorías distintas de las étnicas, como las religiosas o las sexuales. En el primer caso, se trata de ir más allá de la simple tolerancia, que limita las creencias religiosas a la vida privada, y también más allá de un laicismo que afirma la inferioridad y la irracionalidad de las conductas religiosas. Se trata de permitir que las minorías religiosas combinen su participación en la vida económica con la afirmación de su identidad religiosa, que, por su parte, debe definirse por sí misma y no por la pertenencia histórica a una comunidad, la mayoría de cuyas reglas son propias y específicas y no pueden justificarse o explicarse por la creencias religiosas.

En cuanto a las conductas sexuales, en muchos países el reconocimiento de los homosexuales ha progresado mucho en los últimos años, no sólo como reconocimiento de una diferencia sino, sobre todo, como un aspecto particular de la relación que cada uno trata de establecer entre sexualidad y cultura, mientras se aleja la concepción puritana y represiva sobre la que se basó durante mucho tiempo la cultura occidental.

Si descartamos las posiciones agresivas, que proclaman la necesidad de crear comunidades homogéneas y puras, lo que sólo puede conducir a sociedades totalitarias, definidas por su lucha contra el enemigo interior, existen dos grandes respuestas al problema planteado: la afirmación de un orden político superior, fundado en la igualdad de los ciudadanos, que se opone a la desigualdad de los agentes sociales, o, en sentido diametralmente opuesto, la llamada a abordar las diferencias mediante el reconocimiento del derecho de todos a combinar actividad técnica e identidad cultural en un mundo en el que ya no pensamos que la modernización económica y la racionalización supongan necesariamente el triunfo de un tipo de moral, de creencia o de organización social. El pensamiento de Max Weber no explica los fundamentos culturales de la modernidad, sino las razones culturales de cierto tipo de modernización, el capitalismo, es decir, la ruptura de todas la ligaduras que unían la economía a culturas y formas de organización social. Hemos entrado actualmente en sociedades propiamente técnicas, o sea, operativas e instrumentales, que no imponen ninguna cultura ni ninguna forma de organización social. Y, al mismo tiempo, vemos aparecer formas de modernización diferentes, mientras que hasta ahora muchos pensaban que sólo había un único best way, como decía Taylor, y que los nuevos países industriales debían seguir las huellas dejadas por los que los habían precedido en la vía de la modernización.

Esta combinación de una identidad cultural, en especial étnica o religiosa, y una gestión democrática que garantiza, reforzándolos, los derechos de cada uno a convertirse en "sujeto", se realiza, en casi todos los casos, en un marco nacional, y la conciencia nacional no se reduce nunca al funcionamiento de instituciones democráticas al servicio de derechos universales. La clásica oposición entre la nación-institución, a la francesa, y la nación-comunidad, a la alemana, tiene un valor analítico, pero no describe bien la realidad. Por parte alemana, de Herder a Fichte, los creadores de la conciencia nacional alemana han estado fuertemente influidos por la filosofía de la Ilustración y querían que también Alemania, y no sólo Francia y el Reino Unido, pudiera identificarse con la razón y el progreso. Del lado francés, de Michelet a Renan y al general De Gaulle, la idea de nación ha sido siempre una realidad tangible y emocional, más relacionada con la memoria que con principios e instituciones. Se puede esperar que una nación-comunidad rechace más fácilmente a las minorías y, en efecto, la adquisición de la nacionalidad es mucho más difícil en Alemania que en Francia y el Reino Unido, la conciencia nacional está fuertemente ligada a una conciencia de "país", es decir, de colectividad restringida, de regiones o unidades más pequeñas. No es muy distinta la situación americana, donde la conciencia nacional, muy fuerte, se combina con la de pertenencia a la nacionalidad de origen. Así pues, la etnicidad no se opone a la nacionalidad: por el contrario, cuando la conciencia nacional es más democrática es cuando la conciencia étnica (sea nacional o religiosa) se puede combinar con ella. El caso más claro, en los países occidentales, es el de los judíos, en los que se asocia una fuerte conciencia comunitaria y un fuerte sentimiento de pertenencia nacional. Si la nación se define sólo por sus instituciones representativas, se corre el riesgo de dejar el sentimiento de pertenencia nacional en las manos de populistas y demagogos.

Hay que comprender esta observación. Con razón se cuestiona cada vez más la pretensión de universalidad del modelo que Europa inventó y puso en práctica al comienzo de su modernización. Este modelo no se basaba sólo en la racionalización, sino también en lo que ésta implicaba, a saber, una separación lo más completa posible entre lo racional y lo irracional, de modo que en la cima de la sociedad se concentraba todo lo que se consideraba racional, mientras que lo que se consideraba irracional se colocaba en situación de inferioridad o dependencia. De aquí proceden las representaciones dicotómicas que han dominado la vida y el pensamiento de Occidente. El individuo adulto varón, sin necesidades o incluso propietario de su vivienda, se consideró como el portador de la modernidad, mientras que los niños, las mujeres, los trabajadores dependientes y los habitantes de las colonias se consideraban dominados por sus pasiones. Razón contra creencias, interés contra pasión: estas contraposiciones, muy jerarquizadas, han dominado el mundo occidental y explican a la vez el éxito extraordinario de los países que aplicaron esta idea, con el Reino Unido a la cabeza, y la violencia de los conflictos internos en estas sociedades fundadas en la represión y en el espíritu de cálculo. La historia de los últimos cien años está marcada por la rebelión de los dominados: obreros, colonias, mujeres, y ahora también los niños, cuyos derechos han comenzado a tomarse en consideración, con toda justicia. Se ha iniciado un gran movimiento, que yo llamo la recomposición del mundo y que nos afecta a todos: las tradiciones culturales, como la imaginación y la sexualidad o, de modo más general, lo relacionado con el cuerpo, invaden los dominios del cálculo racional y debilitan la visión capitalista que protegía a los empresarios racionales de toda presión procedente de las categorías inferiores. Lo que estaba separado y jerarquizado tiende a aproximarse y a comunicarse. ¿Cómo es posible mantener la idea de una sociedad gobernada por la razón, por la igualdad abstracta por encima de todas las singularidades sociales y culturales, en un mundo donde la dominación de clases, el orden colonial y la dependencia de las mujeres se han visto violenta y justamente cuestionados? Las destrucción de las antiguas desigualdades no puede conducir ni a la idea confusa de un mestizaje generalizado, ni a la imagen débil y desesperante de un mundo unificado por el consumo de masas. Por el contrario, sólo debe conducir al reconocimiento por todos del gran movimiento hacia la recomposición del mundo, o sea, hacia el diálogo entre las identidades culturales y la razón instrumental, liberada ya de su papel de legitimadora del poder de una clase o de una nación. En este sentido, la acción de los ecologistas ha sido la más importante, ya que defienden a la vez las condiciones de supervivencia del mundo y la diversidad de especies y culturas. Sólo por esta vía se puede encontrar un desarrollo sostenible, cuyos aspectos centrales sean la diversidad cultural y el respeto a los proyectos personales y colectivos.

Hay muchos obstáculos que impiden progresar más deprisa en esta vía; los más importantes son los que nos hacen impotentes frente a la disociación de la economía globalizada y las culturas particulares, lo que lleva a la desaparición o a la disolución de todos los proyectos sociales y culturales, de todas las concepciones activas del desarrollo.

Opciones y obstáculos

Debemos huir de la elección imposible entre la cultura de masas que une al mundo entero en el consumo de los mismos productos y un diferencialismo que nos confina a todos en comunidades cerradas, incapaces de comunicarse entre ellas, a no ser a través del mercado o de la guerra. Elección imposible, en efecto, pero que se impone a muchos en un universo donde el centro se define por la intensidad de los intercambios económicos, de información y, sobre todo, financieros, y la pérdida por las fronteras que levantan entre ellas las comunidades más y más obsesionadas por las amenazas que pesan sobre ellas.

Es fácil comprender los peligros de esta situación, porque ya los hemos vivido. A principios de este siglo, conocimos una apertura de los intercambios mundiales aún mayor que lo que hoy llamamos "globalización". En aquella época aparecieron, como hoy, nuevos países industrializados, que eran entonces Alemania y Japón. El triunfo del capitalismo financiero condujo a enfrentamientos dramáticos: no sólo las naciones europeas combatieron a muerte entre ellas, sino que países periféricos, o que comenzaban a participar en los intercambios capitalistas, como México, Rusia y China, conocieron revoluciones que a veces desembocaron en un nacionalismo relativamente modernizador, y a veces en regímenes totalitarios.

Vivimos hoy bajo la ilusión de que el modelo americano se puede generalizar; que es posible y necesaria la complementariedad de las grandes redes técnicas, económicas y financieras modernas, con una fragmentación cultural que ha permitido la afirmación de muchas minorías, pero también ha hecho más difícil la comunicación entre ellas. En Estados Unidos, esta cohabitación ha sido posible gracias al brillante éxito de la economía y, al mismo tiempo, por la fuerza de las instituciones y los mecanismo jurídicos que, desde hace tiempo, han buscado y conseguido la integración de una sociedad de orígenes muy diversos. Pero la situación americana nos recuerda la violencia de los conflictos que engendró, todavía no hace mucho, y también las otras partes del mundo se dan cuenta de su impotencia para manejar una situación potencialmente explosiva, que puede llevar fácilmente a la ruptura de todas las instituciones y toda la posibilidad de vida colectiva organizada.

La conclusión a que llevan estas observaciones sobre el presente y el pasado es que hay que huir de la elección entre dos soluciones extremas: la desaparición de las diferencias en una sociedad de masas o el enfrentamiento directo de las diferencias y las comunidades. Por el contrario, es preciso aprender a combinar las dos. Creo que la UNESCO está en el buen camino con sus grandes debates sobre la democracia, el desarrollo, la educación y, sobre todo, los derechos humanos, combinando los principios universalistas con las diferencias culturales y con la participación de todos en las actividades e intercambios económicos. La idea que nunca se debe sacrificar es que la paz en cada sociedad y entre las sociedades no puede existir sin el reconocimiento prioritario de un principio universal, que prevalece a la vez sobre la razón instrumental que reina en la economía, y sobre la diversidad de las culturas. Hay que respetar que muchos sean partidarios de las soluciones elaboradas por la democracia griega, del papel clave otorgado a la ciudadanía; pero ¿cómo cumplir este principio de orden, cuando vivimos en el movimiento, el cambio, la multiplicidad de los intercambios culturales y económicos? ¿No ha llegado la hora de afirmar el derecho de cada uno a elegir su camino, a combinar igualdad y diferencia en su discurrir por la vida, en la construcción y la defensa de su vida personal, en lugar de buscar un principio superior orden? Así como hay que resistirse a las afirmaciones superficiales de quienes profetizan la desaparición a corto plazo de los estados y de toda forma de control de una economía que desborda todas las fronteras y todas las normas jurídicas, también es cierto que se ha debilitado la imagen de la ciudad griega o la de los estados modernos, sobre todo en Europa y en las dos Américas, regiones que han creído en la omnipotencia de la ley y de la educación. Lo que quiere decir que, tras la gran revolución capitalista que se ha extendido por el mundo en los últimos veinte años, es preciso construir nuevas mediaciones políticas y sociales para limitar la disociación, que hoy es patente y peligrosa, entre una economía efectivamente globalizada e identidades culturales cada vez más encerradas en la defensa de una esencia amenazada. ¿Y cómo no subrayar, al dirigirme a la UNESCO, las implicaciones de esta idea sobre la educación? Occidente ha mantenido, durante mucho tiempo, una concepción basada en el Bildung, es decir, en el acceso de los jóvenes a los valores superiores, la verdad, la belleza, el bien, con los que cada país trata de identificarse, lo que llevó a transmitir conocimientos y valores más que a preparar a los niños para la vida. Tiempo es ya de que centremos la educación en los jóvenes para ayudarlos, no a perder sus particularismos en nombre de la universalidad, sino por el contrario, a vivir y a innovar combinando las actividades técnicas y las motivaciones culturales y psicológicas. La educación no debe ser un medio para reforzar la sociedad; debe ponerse al servicio de la formación de personalidades capaces de innovar, de resistir y de comunicar, afirmando su derecho universal a participar en la modernidad técnica con una personalidad, una memoria, una lengua y unos deseos propios, y reconociendo el mismo derecho a los demás. Si no impulsamos estas soluciones, el mundo conocerá desgarramientos más profundos que los que provocó la lucha de clases.


(Informe Mundial sobre la Cultura, Unesco)

Alain Touraine: Sociólogo de la Escuela de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales (EHESS). Fundador del Centro de Análisis e Intervención Sociológica (CADIS), París (Francia)