George Steiner, Interpretar es juzgar

Interpretar es juzgar

El acto y el arte de la lectura seria conllevan dos movimientos principales; del espíritu: interpretación (hermenéutica) y valoración (crítica, juicio estético). Ambos movimientos son estrictamente inseparables. Interpretar es juzgar. Ningún desciframiento, por muy filológico o textual -en el sentido más técnico del término- que sea, está libre de valores. En correspondencia, ninguna afirmación crítica, ningún comentario estético puede evitar ser, al mismo tiempo, interpretativo. La propia palabra «interpretación», en la medida en que entraña conceptos de explicación, de traducción y de puesta en acto (como en la interpretación de una parte dramática o de una partitura musical) nos habla de esta múltiple acción recíproca.

La relatividad, la arbitrariedad de todas las proposiciones estéticas, de todos los juicios de valor es inherente a la consciencia y el discurso humanos. Se puede decir cualquier cosa acerca de cualquier cosa. La afirmación de que El rey Lear de Shakespeare «no merece una crítica seria» (Tolstoi), o el encontrar que Mozart compone meras trivialidades, son totalmente irrefutables. No se puede demostrar que estos juicios son falsos ni en virtud de fundamentos formales (lógicos) ni por razones sustanciales o existenciales. Las filosofías estéticas, las teorías críticas, subproductos de lo «clásico» o de lo «canónico», nunca pueden ser sino descripciones más o menos persuasivas, más o menos comprensivas de éste o aquel proceso de preferencia. Una teoría crítica, una estética, es una política del gusto. Trata de sistematizar, de hacer visiblemente aplicables o pedagógicos, un «conjunto» intuitivo, un sesgo de la sensibilidad, el prejuicio conservador o revolucionario de un observador magistral o de una alianza de opiniones. De ello no puede haber prueba ni a favor ni en contra. La lectura de Aristóteles y de Pope, la de Coleridge y de Saint Beuve, de T. S. Eliot y de Croce, no constituyen una ciencia del juicio y de la contraprueba, del adelanto experimental y la confirmación o del falseamiento. Constituyen el juego metamórfico y el contrajuego de la respuesta individual, de (por aplicar la frase engañosa de Quine) la «intuición sin culpa». La diferencia entre e juicio de un gran crítico y el de un tonto semianalfabeto y censor radica en la gama de referencias inferidas o citadas, en la lucidez y la fuerza retórica de la articulación (el estilo del crítico) o en el addendum accidental que es propio del crítico, quien tambIén es, por su propio derecho, un creador. Pero ésta no es una diferencia científica o lógicamente demostrable. Ninguna proposición estética puede ser calificada de «correcta» o de «equivocada». La única respuesta apropiada es el acuerdo o el desacuerdo personales.

¿Cómo juzgar? ¿Cómo interpretar?

En la práctica real, ¿cómo hacemos para manejar la naturaleza anárquica de los juicios de valor, la igualdad formal y pragmática de todos hallazgos críticos? Tenemos en cuenta cabezas y, en particular, aquellas que consideramos que deben ser consideradas como cabezas cualificadas y laureadas. Observamos que, a lo largo de los siglos una gran mayoría de escritores, críticos, profesores y hombres honorables, han juzgado que Shakespeare es un poeta y un dramaturgo de genio y han encontrado que la música de Mozart es a la vez emotivamente enriquecedora y está técnicamente inspirada. A la recíproca, observamos que aquellos que piensan de modo diferente forman una minoría pequeña, literalmente excéntrica, que sus críticas tienen poco peso y que las motivaciones que suponemos detrás de su desacuerdo son psicológicamente sospechosas (Jefrey sobre Keats, Hanslick sobre Wagner, Tolstoi sobre Shakespeare). Y una vez reconocido que estas observaciones son perfectamente válidas, continuamos con nuestra tarea de comentario y apreciación literarios.

Una y otra vez, como si surgiera de un irritante crepúsculo, sentimos la parcial circularidad y la contingencia en el conjunto del argumento. Nos damos cuenta de que no puede haber sufragio sobre valores estéticos, de que un voto mayoritario, por constante y masivo que sea, nunca puede refutar, nunca puede condenar el rechazo, la abstención, la afirmación contraria del solitario o del negador. Nos damos cuenta, más o menos claramente, hasta qué punto el «sentido común ilustrado», los límites aceptables de debate, la transmisión del cúmulo generalmente admitido de obras de arte y textos mayores y de música, es un proceso ideológico, un reflejo de relaciones de poder dentro de una cultura y una sociedad. El hombre de letras es aquel que compite con los reflejos de aprobación y de goce estético sugerido y ejemplificados por el legado dominante. Pero despreciamos estos problemas. Aceptamos como inevitable y como adecuado el peso meramente estadístico del «consenso institucional», de la autoridad del sentido común. ¿Cómo, si no, podríamos poner en orden nuestras opciones culturales y sentirnos a gusto con nuestros placeres?

Justamente aquí, con respecto a esta precisa circunstancia, se ha distinguido tradicionalmente entre la crítica estética por un lado, y la interpretación y el análisis considerado estrictamente por otro. Se da por supuesta la indeterminación ontológica de todos los juicios de valor, la imposibilidad de lograr un «procedimiento de decisión» que sirva a la puesta a prueba y que sea lógicamente consistente y que medie entre las observaciones estéticas en conflicto. De gustibus non disputandum. La determinación de un significado verdadero o más probable para un texto ha sido considerado, en cambio, como el propósito razonable y el mérito de la lectura instruida, o filología.

Puede ocurrir que factores lingüísticos, históricos, formales, impidan tal determinación y tal documentado análisis. El contexto en que un poema o una fábula han sido compuestos puede sernos indiferente. Las convenciones estilísticas puede que se hayan convertido en algo esotérico. Puede ocurrir, simplemente, que no cumplamos el requisito de la densidad crítica de información, de poder gestionar comparaciones, requisito necesario para llegar a una decisión segura entre variantes de lectura, entre glosas que difieren y explications du texte. Pero estos son problemas accidenta- les, empíricos. En el caso de los escritos antiguos, puede ocurrir que aparezcan nuevos materiales contextuales, lexicológicos o gramaticales. Cuando las inhibiciones para la comprensión son más modernas, puede ocurrir que de pronto surjan más o mejores datos biográficos o referenciales y que estos datos ayuden a elucidar las intenciones del autor y el campo de los ecos asumidos por éste en su obra. A diferencia de la crítica y la valoración estética, que siempre son sincrónicas (el Edipo de Aristóteles no es negado ni convertido en obsoleto por el de Hölderlin; y el de Hölderlin tampoco resulta mejorado o cancelado por el de Freud), el proceso de la interpretación textual es acumulativo. Nuestras lecturas se hacen más instruidas, progresan las evidencias disponibles, la sustanciación crece. Idealmente -que no, con toda seguridad, en la práctica- el coryus de conocimientos lexicológicos, de análisis gramatical, de materia contextual y semántica, de hechos biográficos e históricos, finalmente serán suficientes para llegar a una razonable determinación de qué es lo que quiere decir el pasaje. Esta determinación no necesariamente presumirá de ser exhaustiva; sabrá de sí misma que es susceptible de ser enmendada, revisada, incluso de ser rechazada a medida que aparecen nuevos conocimientos, a medida que van afinándose ciertas precisiones lingüísticas o estilísticas. Pero en determinado punto de la larga historia de la comprensión disciplinada; tomar una decisión acerca de cuál es la mejor lectura, la paráfrasis más plausible, la versión más razonable sobre la intención del autor, se convierte en un juicio racional y demostrable. Al final del camino filosófico, hoy o mañana, se encontrará la mejor lectura, habrá un significado o una constelación de significados que ha de ser percibido, analizado y escogido entre otros. En su sentido auténtico, la filología es, en efecto, la vía de acceso, a través de las artes de la observancia escrupulosa y la confianza (philein), que va de las incertidumbres de la palabra a la estabilidad del Logos.

Jugar, jugar con las palabras

Es precisamente la credibilidad racional y la práctica de esta vía, de este avance acumulativo hacia la comprensión textual, lo que hoy en día se pone seriamente en duda. Permítame el lector que abrevie y, por lo tanto, que radicalice, las pretensiones de la nueva semántica. El posestructuralista, el deconstructor nos recuerda (con razón) que no hay diferencia sustancial entre texto primario y comentario, entre el poema y la explicación o la crítica. Todas las proposiciones y los enunciados, ya sean primarias, secundarias o terciarias (el comentario acerca del comentario, la interpretación de interpretaciones previas, la crítica de la crítica, tan conocidas en nuestra actual cultura bizantina), se presentan como parte de una intertextualidad vigente. Equivalen todas a la écriture. Sigue un juego profundamente cuestionador con las palabras (¿y no es acaso todo discurso y toda escritura un jugar con palabras?): se dice que un texto primario y todos y cada uno de los textos a que éste da lugar u ocasión no es ni más ni menos que un pre-texto. El hecho de que suceda antes, en el tiempo, resulta que es un accidente de la cronología. Es la ocasión, más o menos contingente, más o menos aleatoria, del comentario, la crítica, la variante de, la oportunidad para el pastiche, la parodia, la citación de sí mismo. Carece del privilegio de la originalidad canónica: aunque no sea más que porque el lenguaje precede siempre a quien lo emplea y siempre impone sus propias reglas de uso, sus convenciones, esas opacidades de las que el usuario no es responsable y sobre las cuales su control es mínimo. Ninguna oración hablada o compuesta en cualquier lenguaje inteligible es, en el sentido riguroso del concepto, original. No es más que una más dentro del conjunto formalmente ilimitado de posibilidades transformacionales que comprenden as reglas gramaticales. Estrictamente considerados, el poema, la pieza teatral o la novela son anónimos. Pertenecen al espacio topológico en que subyacentemente se instalan las estructuras y dispositivos gramaticales y de léxico. No es preciso que conozcamos el nombre del poeta para leer el poema. Por otra parte, ese nombre es algo así como una obstrusiva adscripción de identidad en un lugar donde, en un sentido lógico y filosófico, no puede haber identidad demostrable. El «yo», el moi, después de Freud, Foucault o Lacan, no es tan sólo, como en Rimbaud, un autre, sino una especie de nube magallánica de energías cambiantes e interactivas, de introspecciones parciales, momentos de consciencia compactada, móvil, inestable, por decirlo así, en tomo a una aún más indeterminada región o agujero negro del subconsciente, del inconsciente o del preconsciente. La idea de que podemos captar la intencionalidad de un autor, de que debemos prestar atención a lo que se propone con- tamos a través de nuestra comprensión de su texto es absolutamente ingenua. ¿Qué sabe él acerca de los significados ocultos por o proyectados desde la acción recíproca de las potencialidades se- mánticas que él momentáneamente ha circunscrito o formalizado? ¿Por qué razón hemos de confiar en sus propios autoengaños, en las supresiones de pulsiones psíquicas que, probablemente, lo han impulsado a producir una «textualidad» en primer lugar? Ya lo dice el adagio: «No confíes en el narrador sino en el cuento». La deconstrucción se pregunta: ¿por qué confiar en uno o en otro? La confianza no es la característica principal de la hermenéutica.

Una galería de espejos

Al invocar ese tópico que es, no obstante, un axioma cardinal: que en toda interpretación, en todos los enunciados del entendimiento, lo que hacemos simplemente es usar el lenguaje acerca del lenguaje dentro de una serie que se multiplica a sí misma indefinidamente (como en una galería de espejos), el lector deconstructivo define el acto de la lectura de la siguiente manera. La adscripción de sentido, la preferencia de una posible lectura a otra, la elección de esta explicación y esta paráfrasis y no de aquélla, no es más que la lúdica, inestable e indemostrable opción o ficción de un scanner subjetivo que construye y deconstruye marcas puramente semióticas, tal como le obligan: sus propios placeres momentáneos, su política, sus necesidades psíquicas o sus autoengaños. No existen procedimientos de decisión que sean racionales o falsificables sino que hay una multitud de interpretaciones que difieren o de «construcciones de propuestas». Cuando mucho, seleccionaremos (por un momento, al menos), aquella que nos suena como la más ingeniosa, la más rica en sorpresas, la más poderosamente des- compositiva o re-creativa del original o pre-texto. Cuando Derrida escribe sobre Rousseau es más divertido, digamos, que un viejo literalista e historicista como Lason. ¿Para qué elaborar las exégesis filológico-históricas de la Cábala luriánica cuando se pueden leer las construcciones de los semióticos de Yale? Ninguna auctoritas externa a este juego puede legislar entre estas alternativas. Gaudeamus igitur.

El sentido común del lector

Advierta el lector que yo no percibo ninguna refutación lógica o epistemológica de la semiótica deconstructiva. Es evidente que la abolición lúdica del sujeto estable
contiene una circularidad lógica, puesto que se trata de un yo que observa o se propone su propia disolución. y hay una infinita regresión de intencionalidad en la mera negación de la intención. Pero estas falacias formales o peticiones de principios en realidad en nada afectan al juego de lenguaje de- constructivo o a la tesis fundamental de que no existen procedimientos de decisión válidos entre adscripciones de significado que compiten o que incluso se oponen entre sí.

El sentido común (¿pero qué es, diría un deconstructor, «un sentido común»?) y la posición liberal consisten en una estratagema más o menos despreocupada. El carnaval y la saturnalia del posestructuralismo, de la jouissance de Barthes, de los interminables retruécanos y las voluntariosas etimologías de Lacan o de Derrida, pasarán como otras muchas retóricas de la lectura. «La moda», como nos recuerda Leopardi, «es la madre de la muerte». El «lector común», la rúbrica positiva de Virginia Woolf, así como el erudito, el editor y el crítico serios, todos ellos continuarán, como siempre, poniendo manos a la obra. Elucidarán lo que se tiene por preferencias y juicios de valor informados, racionalmente. argumentables, aunque siempre provisionales y autocuestionantes. Al cabo de milenios, una mayoría decisiva de receptores informados no sólo ha llegado a una visión múltiple aunque ampliamente coherente acerca de aquello de que trata la Ilíada, o El rey Lear o Las bodas de Fígaro (los significados de su significado), sino que han competido entre sí en cuanto a juzgar si Hornero, Shakespeare y Mozart son artistas supremos según una jerarquía de reconocimientos que van desde las cumbres clásicas hasta lo trivial y lo mendaz. Esta amplia concordancia, con su innegable residuo de disenso, de disputas hermenéuticas y críticas, con sus márgenes de incertidumbre y de «ubicación» alterante (en palabras de F. R. Leavis), constituye un «consenso institucional», un cúmulo de referencias aceptadas y de ejemplaridades, a través de las épocas. Esta competencia general suministra cultura con sus energías recordatorias y provee las «piedras de toque» (Mathew Arnold) que nos sirven para probar la nueva literatura, el nuevo arte, la nueva música.

Un pragmatismo tan robusto y fértil resulta seductor. Permite que uno «se lleve bien con el propio trabajo». Hace que uno reconozca, con perspicacia, que todas las determinaciones del significado textual son probabilistas, que todas las afirmaciones críticas son en última instancia inciertas; pero para extraer confiados reaseguros del peso acumulativo -es decir, estadístico- del acuerdo histórico y de la persuasión práctica. Los ladridos y las ironías de la deconstrucción resuenan en la noche pero la caravana del «buen sentido» sigue su camino. Sé que esta práctica del consenso liberal satisface a la mayoría de los lectores. Sé que es el garante general de nuestras letras y de los afanes comunes del entendimiento. Sin embargo, la actual «crisis de sentido», la actual ecuación de texto y de pretexto, las aboliciones de la auctoritas, me parecen tan radicales como cuestionar una respuesta que no sea pragmática, estadística o profesional (como sucede en el proteccionismo de la Academia). Si merece la pena explorar la vía de las contraposturas, ésta será de un orden no menos radical que la de los anárquicos e incluso que la de los gramatólogos «terroristas» y los maestros de espejos. Las intimidaciones de rendición que nos llegan desde el nihilismo exigen una respuesta.

Quebrar ética y estética

La primera postura es alejarse de las autistas cámaras de resonancia de la deconstrucción, de la teoría y práctica de juegos que -éste es el meollo y el ingenium de la cosa- subvierten y alteran sus propias reglas en el curso o el juego. Se trata de una postura que reconoce su deuda con la triada kierkegaardiana de lo estético, lo ético y lo religioso. Pero recurrir a ciertos postulados o categorías éticas en relación con nuestras interpretaciones y valoraciones de la literatura y las artes es más viejo que Kierkegaard. La creencia de que la imaginación moral está relacionada con las imaginaciones crítica y analítica es, cuando menos, tan antigua como la poética de Aristóteles. Estas son, en sí mismas, tentativas de refutar la disociación platónica entre la estética y la ética. Una postura que se mueve en dirección a lo ético retorna la hermenéutica de Tomás de Aquino y de Dante y la estética de lo desinteresado en Kant (quien también es blanco obligado y representativo de la reciente deconstrucción). Ha sido, pienso, el abandono de este fundamento elevado y riguroso, en nombre del positivismo del siglo XIX y de la psicología secularizada del siglo xx, lo que ha generado mucha de la (intensamente estimulante) anarquía en la que ahora nos encontramos.

Tomo la inferencia ética para transmitir lo siguiente, para hacer que la siguiente advertencia sea moralmente, no lógica o empíricamente, evidente por sí misma: el poema es anterior al comentario. El texto primario va primero, y no sólo en e tiempo. No es un pre-texto, no es tan sólo la ocasión para un tratamiento exegético o metamórfico subsiguiente. Su prioridad es esencial, tiene necesidad y autosuficiencia ontológicas. La mayor de las críticas, el mayor de los comentarios, sea de un escritor, un pintor o un compositor acerca de su propia obra, es siempre accidental (la distinción cardinal de Aristóteles). Es dependiente, secundario, contingente. El poema encarna, toma cuerpo a través de una singular puesta en acto que es su raison d'etre. El texto secundario no contiene un imperativo de ser. Una vez más, las distinciones aristotélicas y tomistas entre la esencia y el accidente son esclarecedoras. El poema es, el comentario significa. El significado es un atributo del ser. Ambas fenomenologías son, dada la índole del caso, «textuales». Pero igualarlas y confundir sus respectivas textualidades es confundir poiesis, el acto de la creación, el convertir algo en un ser autónomo, con la ratio derivada, secundaria, de la interpretación o adaptación. (Sabemos que el violinista, por muy dotado que esté, por muy penetrante que sea, «interpreta» la sonata de Beethoven; no la compone. Para no arriesgar nuestro conocimiento de esta diferencia, efectivamente tenemos presente que el status existencial de una obra no ejecutada, un texto aún no leído, una pintura que aún no ha sido vista, es filosóficamente y psicológicamente problemático.)
De estos postulados intuitivos y éticos se deduce que la actual inflación de comentarios y críticas, las igualdades de peso y de fuerza que la deconstrucción asigna a los textos primarios y secundarios, son espurias. Representan aquella inversión del orden natural de valores e intereses que es característico de los períodos alejandrino y bizantino en la historia de las artes y del pensamiento. De ello se deduce también que la tesis propuesta por un líder académico de la nueva semántica -«Es más interesan- te leer a Derrida comentando a Rousseau que leer al propio Rousseau»- es una perversión no sólo del oficio de enseñante sino del sentido común, allí donde sentido común es una expresión lúcida y concentrada de la imaginación moral. Semejante perversión de los valores y de la práctica receptiva, por muy lúdica que sea, no sólo es destructiva y confusa per se sino que además es potencialmente corrosiva para las fuerzas de la creación, de la auténtica invención en la literatura y en las artes. La actual crisis de significado no parece coincidir con un conjuro de la enervación y la consternación profunda. Donde los gatos son soberanos, no se queman los tigres.

Liberadora, como creo que es, la inferencia ética no presupone finalidad. No se enfrenta en la inmediatez con el supuesto nihilista. Formalmente se puede concebir y sostener que todo discurso es idioléctico, lo cual equivale a decir que es un «antiguo» criptograma cuyas reglas de uso y de desciframiento no son repetibles. Si Saul Kripke está en lo cierto, ésta sería una versión fuerte de la concepción wittgensteiniana sobre las reglas y el lenguaje. «Nada puede significarse por medio de la palabra. Cada nueva aplicación que hacemos es un salto al vacío; cualquier criterio presente podría ser interpretado de tal modo que concuerde con cualquier cosa. De modo que no puede haber ni acuerdo ni conflicto».


La realidad y la lectura

Igualmente, se puede concebir y sostener que cualquier asignación y experiencia de valor es no sólo indemostrable, no sólo susceptible de engaño estadístico (si fuese libre de elegir, la humanidad preferiría el bingo a Esquilo), sino también vacía, carente de sentido, según el uso positivista lógico del concepto. Sabemos cuál fue la solución axiomática cartesiana de tal posibilidad. Descartes formula la condición sine qua non de que no cabe pensar que Dios vaya a confundir o falsear sistemáticamente nuestra percepción y nuestro entendimiento del mundo, que no alterará arbitrariamente las reglas de la realidad (en la medida en que tales reglas gobiernan la naturaleza y son accesibles a la deducción y la aplicación). Sin este supuesto fundamental con respecto a la existencia del sentido y del valor, no puede haber respuesta responsable, no puede haber responsabilidad respondiente ya sea al acto del discurso o al acto poner en orden el texto y al acto de la selección de ese acto que llamamos texto. Si no damos un salto axiomático hacia el postulado de la significatividad, no puede haber esfuerzo en pos en la inteligibilidad y del juicio de valor, por provisionales que sean (y nótese lo que hay de «visión» en el concepto de provisional). Allí donde se anula el «radical» -la raíz etimológica y conceptual- de Logos, la lógica es efectivamente un juego vacío.

Debemos leer como si el texto que tenemos ante nuestros ojos tuviera significado. Tratándose de un texto serio, no será éste un significado único, si es que nos hace responsables de su fuerza vital. No será un significado o figura (estructura, complejo) de significados aislados de las presiones transformativas y reinterpretativas del cambio histórico y cultural. No será un significado al que se llega por cualquier proceso determinante o automático de acumulación y de consenso. La(s) comprensión(ones) verdadera(s) del texto o de la música o de la pintura pueden, durante un tiempo de conjuro que puede ser más breve o más largo, estar al cuidado de pocos, o de un solo testigo e interlocutor. Sobre todo, el significado al que se aspira, nunca será tal que puedan agotarlo del todo o totalizarlo, la exégesis, el comentario, la traducción, la paráfrasis, la descodificación psicoanalítica o sociológica. Sólo los poemas débiles pueden ser comprendidos e interpretados exhaustivamente. Sólo en los textos oportunistas o triviales puede la suma de la significación ser igual a la suma de las partes.

Debemos leer como si el ambiente temporal y de ejecución de un texto, en verdad, importaran. Los contextos históricos, las circunstancias culturales y formales, todo aquello que es conjeturable o concebible acerca de las intenciones de un autor, todo ello constituye una serie de ayudas vulnerables. Sabemos que han de ser estudiados con severa ironía y examinados para determinar qué hay en ellos que sea debido al azar subjetivo. De todas maneras importan. Esos elementos enriquecen los niveles de consciencia y de goce; generan limitaciones que operan sobre las complacencias y sobre la licencia que es propia de la anarquía interpretativa.
Este «como si», esta condicionalidad axiomática, es nuestra apuesta cartesiano-kantiana, nuestro salto hacia el sentido. Sin ella, las letras se convierten en fútil narcisismo. Pero esta postura requiere una fundamentación clara. Quiero indicar sumariamente los riesgos de finalidad, los supuestos de trascendencia que, en primera o en última instancia, subyacen a la lectura de la palabra tal como yo la concibo. Cuando leemos en verdad, cuando la experiencia se propone el sentido, lo hacemos Como si el texto (la pieza musical, la obra de arte) encarnara (la noción está fundada en lo sacramental) una presencia verdadera del ser significante. Esta presencia verdadera, como en un icono, como en la metáfora que se actualiza en el rito del pan y el vino es, finalmente, irreductible a cualquier otra articulación formal, a cualquier deconstrucción o paráfrasis analítica. Es una singularidad en la que concepto y forma constituyen una tautología, coinciden punto por punto, energía por energía, con ese exceso de significación sobre todos los elementos discretos y los códigos de significado que llamamos el símbolo o la disposición de transparencia.

Estas no son nociones esotéricas. Pertenecen al vasto repertorio de los lugares comunes. Son perfectamente pragmáticas, experienciales, repetitivas, cada vez que un poema, un pasaje o una prosa se apoderan de nuestro pensamiento o de nuestras sensaciones y penetran dentro de los vericuetos de nuestro recuerdo y nuestro sentido del futuro, cada vez que una pintura transmuta los panoramas de nuestras percepciones previas (después de Van Gogh los chopos se incendian; después de Klee, los viaductos andan). Ser «habitados» por la música, el arte, la literatura, sentirnos responsables de tal posesión como un anfitrión se siente respecto de su huésped -quizá desconocido, inesperado- al atardecer, es experimentar el tópico misterio de una verdadera presencia. No somos muchos los que nos sentimos compelidos, o poseemos los medios expresivos de, registrar la dominante cualidad de esta experiencia, Como lo hace Proust cuando cristaliza el sentido del mundo y de la palabra en la pequeña mancha amarilla que es la verdadera presencia de una puerta junto a la ribera de un río en la Vista de Delft de Vermeer; o como lo hace Thomas Mann cuando pone en palabras y metáforas el embrujo que se apodera de nosotros, ese «subyugarnos» ante el op. 111 de Beethoven. No importa. La experiencia en sí es algo con lo que nos sentimos perfectamente a gusto -un idioma que forma parte de nosotros- cada vez que vivimos un texto, una sonata, una pintura.


Leer, una experiencia teológica

Por otra parte, aunque hemos olvidado en gran medida esta experiencia de, este suscribir por, una presencia verdadera es la fuente de la historia, de los métodos y de la práctica de la hermenéutica y la crítica, de la interpretación y del juicio de valor en la tradición occidental. Las disciplinas de la lectura, la Idea misma del comentario y la interpretación estrictos, de la crítica textual tal como la conocemos, deriva del estudio de las Sagradas Escrituras o, más precisamente, de la incorporación y desarrollo en dicho estudio de prácticas más antiguas de la gramática helenística, la recensión y la retórica. Nuestras gramáticas, nuestras explicaciones, nuestras críticas de textos, nuestros esfuerzos para pasar de la letra al espíritu, son los herederos inmediatos de las textualidades de la teología judeocristiana y de la exegética bíblica de la patrística. Lo que hemos hecho desde el escepticismo enmascarado de Spinoza, desde las críticas de la Ilustración racionalista y desde el positivismo decimonónico, es tomar prestada moneda corriente, inversiones vi- tales y fianzas del banco o del Tesoro de la teología. De la teología hemos sacado nuestras teorías sobre el símbolo, nuestro uso de lo icónico, nuestro idioma de creación poética y del aura. Son estos préstamos de terminología y referencia contraídos con la teología los que dan por resultado que haya lectores magistrales en nuestro tiempo (como Walter Benjamin y Martin Heidegger) con su licencia de habilitación para la práctica. Hemos tomado prestado, y traficado, y hecho calderilla de las reservas de autoridad trascendente. Muy pocos de nosotros hemos hecho imposiciones a título de devolución. En sus puntos claves de discurso e inferencia, la hermenéutica y la estética de nuestra civilización secularizada, agnóstica, hay un acto más o menos consciente, más o menos comprometido de ratería (y es este apuro lo que hace resonante y tensa- mente iluminador el comentario de Benjamin sobre Kafka o el de Heidegger sobre Trakl y sobre Sófocles). ¿Qué implicaría reconocer, incluso devolver estos préstamos masivos? Para Platón, el rapsoda es aquel que ha sido poseído por el dios. La inspiración es literal: el daimon penetra en el artista, dominando y yendo más allá de los límites de la persona natural de éste. Buscando un reaseguro para la imperiosa tiniebla, para el gran estallido en lo desordena- do en sus poemas, Gerard Manley Hopkins no se apoyaba ni en la percepción de unos pocos espíritus elegidos ni en la autoridad pedagógica del tiempo. No sabía si su lenguaje y su prosodia serían comprendidos alguna vez por otros hombres y mujeres. Pero esa comprensión no era de la esencia. La recepción y la validación están, decía Hopkins, en Cristo, «el único crítico verdadero». Tal como ha sido desarrollado en Clio, el análisis y descripción del acto completo de la lectura que allí hace Péguy, de la lecture bien faite, sigue siendo lo más incisivo, lo más indispensable con que contamos. En ese análisis se encuentra la afirmación clásica de la simbiosis entre el lector y el escritor, la generación colaborativa y orgánica del significado textual, de la dinámica de la necesidad y de la esperanza que teje el discurso a la respuesta revitalizante del lector y «reminiscente». En Péguy los derechos de propiedad y la lógica del argumento son explícitamente religiosos; el misterio de la creación artística, poética, y el de la recepción vital, nunca son del iodo seculares. El siniestro sentido de blasfemia que hay en todo acto primordial de creación, de ilegitimidad frente a Dios, habita en cada movimiento del espíritu y de la composición en la obra de Kafka. El hálito de la inspiración contra el cual el verdadero artista trataría de cerrar sus aterrados labios, es el de aquellos vientos paradójicamente animados que soplan «desde las regiones inferiores de la muerte», en la oración final de «Graco, el cazador». Esos vientos tampoco son de origen racional, secularizado.


Dios ido, Dios de regreso

En lo principal, el arte, la música y la literatura occidentales, desde los tiempos de Homero, y Píndaro hasta la época de los Cuatro Cuartetos de Eliot, del Doctor Zhivago de Pasternak o de la poesía de Paul Celan, han hablado en lo inmediato acerca de la presencia o la ausencia de Dios. A menudo, esta invocación ha sido agonística y polémica. El gran artista ha tenido como patrón a Jacobo, luchando con el tremendo precedente y el poder de la creación original. El poema, la sinfonía, la capilla Sixtina, son actos de contracreación. «Yo soy Dios», exclamó Matisse cuando acabó de pintar la capilla de Vence. «Dios, aquel otro artesano», dijo Picasso, en un gesto de abierta rivalidad. En efecto, bien podría definirse el movimiento moderno como aquella forma de música, literatura y arte que ya no experimenta a Dios como competidor, como un predecesor, un antagonista en la larga noche (la de San Juan de la Cruz, que es lo propio de todo poeta auténtico). Es muy posible que en la música atonal o aleatoria, en ciertos modos de la escritura automática, superrealista o concreta, haya una suerte de boxeo con la propia sombra. El adversario es ahora la forma en sí misma. Boxear con la sombra puede ser técnicamente apasionante y educativo. Pero, igual que ocurre con muchas manifestaciones del arte moderno, sigue siendo solipsista. El desafiante soberano se ha ido. Y, con él, gran parte del público.

No creo que El pueda ser atraído a nuestra condición agnóstica y positivista. No me parece que una teoría de la hermenéutica y de la crítica, que es solapadamente teológica, o la práctica de la poesía y de las artes que ella implica, que supone la presencia real de lo trascendente o su «ausencia sustancial» de una nueva soledad del hombre, pueda mandar sobre el acuerdo generalizado. Lo que he querido dejar en claro es cuánta duplicidad espiritual y existencial hay en nuestros actuales modelos de significado y valor estéticos. Conscientemente o no, con embarazo o con indiferencia, estos modelos se apoyan, metaforizan crucialmente, el idioma abandonado, aún no pagado, la imaginería y las garantías de una teología o, cuando menos, de una metafísica trascendente. Las astutas trivializaciones, el lúdico nihilismo de la deconstrucción tiene como mérito la honestidad. Nos instruye en la medida en que nos advierte que «nada saldrá de la nada».

Personalmente, no veo cómo una teoría secularizada del significado y del valor, una teoría basada en la estadística, puede, con el tiempo, soportar el desafío deconstructivista, o bien su propia fragmentación en el eclecticismo liberal. No puedo llegar a concepción rigurosa alguna de una posible de- terminación ya sea de sentido o de importancia que no apueste por una trascendencia, por una presencia real, en el acto y en el producto del arte serio, ya sea verbal, musical, o el de las formas materiales.

Tales convicciones llevan a supuestos lógicos que son extremadamente difíciles de expresar, y no digamos de demostrar. Pero la posible confusión y, en nuestro actual clima de sentimiento aprobado, el inevitable apuro que debe de acompañar a cualquier confesión pública de misterio, me parecen preferibles a las resbaladizas evasiones y los déficits conceptuales que son característicos de la hermenéutica y la crítica contemporáneas. Me chocan por falsos, me chocan porque los siento incapaces de prestar testimonio a fenómenos tan manifiestos como la creación de una persona literaria que sobrevivirá eternamente a la muerte de su creador (el grito de Flaubert moribundo contra «esa ramera de Emma Bovary») me chocan porque los encuentro incapacitados de comprender la invención de la melodía o las evidentes trasmutaciones de nuestras experiencias del espacio, de la luz, de los planos y los volúmenes de nuestro propio ser, recreados por un Mantegna, un Turner o un Cézanne.

Es posible que no haya nada más a la mano para nosotros que la ausencia de Dios. Cuando esta ausencia es vivida y sentida del todo, es una agencia o un misterium tremendum (sin el cual un Racine, un Dostoievsky, un Kafka, son efectivamente ininteligibles, y pasto de la deconstrucción). Inferir tales términos de referencia, apercibirse de parte del costo que uno debe estar preparado para pagar al declararlo, es como quedarse desnudo frente a lo desconocido. Creo que uno debe arriesgarse, si es que se tiene derecho a bregar por el ideal perenne, por ese ideal que nunca habrá de realizarse y que es propio de toda interpretación y valoración: lo cual significa que, algún día, Orfeo no se dará la vuelta, y que la verdad del poema volverá a la luz de entendimiento, entera, inviolada, revitalizante, aun cuando salga de las tinieblas de la omisión y de la muerte.



Traducción Enrique Lynch