Néstor García Canclini, Culturas Híbridas, Poderes Oblicuos

Voy a defender ahora la hipótesis de que no tiene mucho sentido estudiar estos procesos "desatendidos" bajo el aspecto de culturas populares. Es en esos escenarios donde estallan más ostensiblemente casi todas las categorías y las parejas de oposición convencionales (subalterno/hegemónico, tradicional/moderno) empleadas para hablar de lo popular. Sus nuevas modalidades de organización de la cultura, de hibridación de las tradiciones de clases, etnias y naciones, requieren otros instrumentos conceptuales.

¿Cómo analizar las manifestaciones que no caben en lo culto o lo popular, que brotan de sus cruces o en sus márgenes? Si esta parte insiste en presentarse como un capítulo, con citas y notas al pie, ¿no será por falta de preparación profesional del autor para producir una serie de videoclips en que un gaucho y un poblador de una favela conversaran sobre la modernización de las tradiciones con los migrantes mexicanos que pasan ilegalmente a los Estados Unidos, o mientras visitan el Museo de Antropología, o hacen cola en un cajero automático y comentan cómo cambiaron los carnavales de Río o Veracruz?

El estilo no me preocupa sólo como modo de poner en escena la argumentación de este capítulo. Tiene que ver con la posibilidad de investigar materiales no encuadrables en los programas con que clasifican lo real las ciencias sociales. Me pregunto si el lenguaje discontinuo, acelerado y paródico del videoclip es pertinente para examinar las culturas híbridas, si su fecundidad para deshacer los órdenes habituales y dejar que emerjan las rupturas y yuxtaposiciones, no debiera culminar -en un discurso interesado en el saber- en otro tipo de organización de los datos.

A fin de avanzar en el análisis de la hibridación intercultural, ampliaré el debate sobre los modos de nombrarla y los estilos con que se la representa. En primer lugar, discutiré una noción que aparece en las ciencias sociales como sustituto de lo que ya no puede entenderse bajo los rótulos de culto o popular: se usa la fórmula cultura urbana para tratar de contener las fuerzas dispersas de la modernidad. Luego, me ocuparé de tres procesos clave para explicar la hibridación: la quiebra y mezcla de las colecciones que organizaban los sistemas culturales, la desterritorialización de los procesos simbólicos y la expansión de los géneros impuros. A través de estos análisis, buscaremos precisar las articulaciones entre modernidad y posmodernidad, entre cultura y poder.

DEL ESPACIO PUBLICO A LA TELEPARTICIPACIÓN

Percibir que las transformaciones culturales generadas por las últimas tecnologías y por cambios en la producción y circulación simbólica no eran responsabilidad exclusiva de los medios comunicacionales, indujo a buscar nociones más abarcadoras. Como los nuevos procesos estaban asociados al crecimiento urbano, se pensó que la ciudad podía convertirse en la unidad que diera coherencia y consistencia analítica a los estudios.

Sin duda, la expansión urbana es una de las causas que intensificaron la hibridación cultural. ¿Qué significa para las culturas latinoamericanas que países que a principios de siglo tenían alrededor de un 10 por ciento de su población en las ciudades, concentren ahora un 60 o un 70 por ciento en las aglomeraciones urbanas? Hemos pasado de sociedades dispersas en miles de comunidades campesinas con culturas tradicionales, locales y homogéneas, en algunas regiones con fuertes raíces indígenas, poco comunicadas con el resto de cada nación, a una trama mayoritariamente urbana, donde se dispone de una oferta simbólica heterogénea, renovada por una constante interacción de lo local con redes nacionales y transnacionales de comunicación.

Ya en su libro La cuestión urbana, Manuel Castells, observaba que el desarrollo vertiginoso de las ciudades, al hacer visible bajo este nombre múltiples dimensiones del cambio social, volvió cómodo atribuirles la responsabilidad de procesos más vastos. Ocurrió algo semejante a lo que pasaba con los medios masivos. Se acusó a las megalópolis de engendrar anonimato, se imaginó que los barrios producen solidaridad, los suburbios crímenes y que los espacios verdes relajan...

Las ideologías urbanas atribuyeron a un aspecto de la transformación, producida por el entrecruzamiento de muchas fuerzas de la modernidad, la "explicación" de sus nudos y sus crisis. Desde ese libro de Castells se acumularon evidencias de que la "sociedad urbana" no se opone tajante al "mundo rural", que el predominio de las relaciones secundarias sobre las primarias, de la heterogeneidad sobre la homogeneidad (o a la inversa, según la escuela), no son adjudicables únicamente a la concentración poblacional en las ciudades.

La urbanización predominante en las sociedades contemporáneas se entrelaza con la serialización y el anonimato en la producción, con reestructuraciones de la comunicación inmaterial (desde los medios masivos a la telemática) que modifican los vínculos entre lo privado y lo público. ¿Cómo explicar que muchos cambios de pensamiento y gustos de la vida urbana coincidan con los del campesinado, si no es porque las interacciones comerciales de éste con las ciudades y la recepción de medios electrónicos en las casas rurales los conecta diariamente con las innovaciones modernas?

A la inversa, vivir en una gran ciudad no implica disolverse en lo masivo y anónimo. La violencia y la inseguridad pública la inabarcabilidad de la ciudad (¿quién conoce todos los barrios de una capital?) llevan a buscar en la intimidad doméstica, en encuentros confiables, formas selectivas de sociabilidad. Los grupos populares salen poco de sus espacios, periféricos o céntricos; los sectores medios y altos multiplican las rejas en las ventanas, cierran y privatizan calles del barrio. A todos la radio y la televisión, a algunos la computadora conectada a servicios básicos, les alcanzan la información y el entretenimiento a domicilio.

Habitar las ciudades, dice Norbert Lechner en su estudio sobre la vida cotidiana en Santiago, se ha vuelto "aislar un espacio propio". A diferencia de lo observado por Habermas en épocas tempranas de la modernidad, la esfera pública ya no es el lugar de participación racional desde el que se determina el orden social. Así fue, en parte, en América Latina durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Basta recordar el papel de la "prensa, el teatro y los salones patricios en la conformación de una élite criolla"; primero para sectores restringidos, luego ampliados, el liberalismo suponía que la voluntad pública debía constituirse como "resultado de la discusión y la publicidad de las opiniones individuales".

Los estudios sobre la formación de barrios populares en Buenos Aires, en la primera mitad del siglo, registraron que las estructuras microsociales de la urbanidad -el club, el café, la sociedad vecinal, la biblioteca, el comité político- organizaban la identidad de los migrantes y los criollos, enlazando la vida inmediata con las transformaciones globales que se buscaban en la sociedad y el Estado. La lectura y el deporte, la militancia y la sociabilidad barrial, se unían en una continuidad utópica con los movimientos políticos nacionales.

Esto se está acabando. Por una parte, debido a los cambios en la escenificación de la política: me refiero a la mezcla de burocratización y "mass mediatización". Las masas, convocadas hasta los años sesenta para expresarse en las calles y formar sindicatos, fueron siendo subordinadas en muchos casos a cúpulas burocráticas. El último decenio presenta frecuentes caricaturas de ese movimiento: los liderazgos populistas sin crecimiento económico, sin excedente para distribuir, acaban desbordados por una mezcla perversa de reconversión y recesión, firmando pactos trágicos con los especuladores de la economía (Alan García en Perú, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Carlos Menem en la Argentina). El uso masivo de la ciudad para la teatralización política se reduce; las medidas económicas y los pedidos de colaboración al pueblo se anuncian por televisión. Las marchas, los actos en calles y plazas, son ocasionales o tienen menor eficacia. En los tres países citados, como en otros, las manifestaciones públicas generadas por el empobrecimiento de las mayorías adoptan a veces la forma de explosiones desarticuladas, asaltos a tiendas y supermercados, al margen de las vías orgánicas de representación política.

La pérdida del sentido de la ciudad está en relación directa con las dificultades de los partidos políticos y sindicatos para convocar a tareas colectivas, no rentadas o de dudosa ganancia económica. La menor visibilidad de las estructuras macrosociales, su subordinación a circuitos no materiales y diferidos de comunicación, que mediatizan las interacciones personales y grupales, es una de las causas por las que cayó la credibilidad de los movimientos sociales omnicomprensivos, como los partidos que concentraban el conjunto de las demandas laborales y de representación cívica. La emergencia de múltiples reivindicaciones, ampliada en parte por el crecimiento de reclamos culturales y referidos a la calidad de vida, suscita un espectro diversificado de organismos voceros: movimientos urbanos, étnicos, juveniles, feministas, de consumidores, ecológicos, etcétera. La movilización social, del mismo modo que la estructura de la ciudad, se fragmenta en procesos cada vez más difíciles de totalizar.

La eficacia de estos movimientos depende, a su vez, de la reorganización del espacio público. Sus acciones son de baja resonancia cuando se limitan a usar formas tradicionales de comunicación (orales, de producción artesanal o en textos escritos que circulan de mano en mano). Su poder crece si actúan en las redes masivas: no sólo la presencia urbana de una manifestación de cien o doscientas mil personas, sino -más aún- su capacidad de interferir el funcionamiento habitual de una ciudad y encontrar eco, por eso mismo, en los medios electrónicos de información. Entonces, a veces, el sentido de lo urbano se restituye, y lo masivo deja de ser un sistema vertical de difusión para convertirse en expresión amplificada de poderes locales, complementación de los fragmentos.

En un tiempo en que la ciudad, la esfera pública, es ocupada por actores que calculan técnicamente sus decisiones y organizan tecnoburocráticamente la atención a las demandas, según criterios de rentabilidad y eficiencia, la subjetividad polémica a simplemente la subjetividad, se repliega al ámbito privado. El mercado reordena el mundo público como escenario del consumo y dramatización de los signos de status. Las calles se saturan de coches, de personas apresuradas hacia el cumplimiento de obligaciones laborales o hacia el disfrute de una recreación programada, casi siempre, según el rendimiento económico.

Una organización distinta del "tiempo libre", que lo convierte en prolongación del trabajo y el lucro, contribuye a esta reformulación de lo público. De los desayunos de trabajo al trabajo, a los almuerzos de negocios, al trabajo, a ver qué nos ofrece la televisión en la casa, y algunos días a las cenas de sociabilidad redituable. El tiempo libre de los sectores populares coaccionados por el subempleo y el deterioro salarial, es aún menos libre al tener que ocuparse en el segundo, el tercer trabajo, o en buscarlos.

Las identidades colectivas encuentran cada vez menos en la ciudad y en su historia, lejana o reciente, su escenario constitutivo. La información sobre las peripecias sociales se recibe en la casa, se comenta en familia o con amigos cercanos. Casi toda la sociabilidad, y la reflexión sobre ella, se concentra en intercambios íntimos. Como la información de los aumentos de precios, lo que hizo el gobernante y hasta los accidentes del día anterior en nuestra propia ciudad nos llegan por los medios ' éstos se vuelven los constituyentes dominantes del sentido "público" de la ciudad, los que simulan integrar un imaginario urbano disgregado.

Si bien ésta es la tendencia, sería injusto no señalar que a veces los medios masivos también contribuyen a superar la fragmentación. En la medida en que informan sobre las experiencias comunes de la vida urbana -los conflictos sociales la contaminación, qué calles están embotelladas a ciertas horas- establecen redes de comunicación y hacen posible aprehender el sentido social, colectivo, de lo que ocurre en la ciudad ' En una escala más amplia, puede afirmarse que la radio y la televisión, al colocar en relación patrimonios históricos, étnicos y regionales diversos, y difundirlos masivamente, coordina las múltiples temporalidades de espectadores diferentes.

Las investigaciones de estos procesos debieran articular los efectos integradores y disolventes de la televisión, con otros procesos de unificación y atomización generados por los cambios recientes del desarrollo urbano y de la crisis económica. Los grupos que se reúnen de tanto en tanto para analizar cuestiones colectivas _los padres en la escuela, los trabajadores en su centro ocupacional, los organismos barriales- suelen actuar y pensar como grupos autorreferidos, a menudo sectarizados porque la presión económica sobre lo inmediato les hace descender el horizonte de lo social. Esto ha sido estudiado preferentemente por sociólogos del cono sur, donde las dictaduras militares suspendieron los partidos, sindicatos y otros mecanismos de agrupamiento, movilización y cooperación colectiva. La represión intentó remodelar el espacio público reduciendo la participación social a la inserción de cada individuo en los beneficios del consumo y la especulación financiara.' Los medios se convirtieron hasta cierto punto en los grandes mediadores y mediatizadores, y por tanto en sustitutos de otras interacciones colectivas. Las dictaduras volvieron más radical esta transformación.

Pero en la última década, al compartir otros gobiernos latinoamericanos esta política neoconservadora en la economía y la cultura, sus efectos se generalizan. "Aparecer en público" es hoy ser visto por mucha gente dispersa ante el televisor familiar o leyendo el diario en su casa. Los líderes políticos o intelectuales acentúan su condición de actores teatrales, sus mensajes se divulgan si son "noticia", la "opinión pública" es algo medible por encuestas de opinión. El ciudadano se vuelve cliente, "público consumidor".

La "cultura urbana" es reestructurada al ceder el protagonismo del espacio público a las tecnologías electrónicas. Al "pasar" casi todo en la ciudad gracias a que los medios lo dicen, y al parecer que ocurre como los medios quieren, se acentúa la mediatización social, el peso de las escenificaciones, las acciones políticas se constituyen en tanto imágenes de lo político. De ahí que Elíseo Verón afirme, extremando las cosas, que participar es hoy relacionarse con una "democracia audiovisual", en la que lo real es producido por las imágenes gestadas en los medios .

Lo pondría en términos algo distintos. Más que una sustitución absoluta de la vida urbana por los medios audiovisuales, percibo un juego de ecos. La publicidad comercial y las consignas políticas que vemos en la televisión son las que reencontramos en las calles, y a la inversa: unas resuenan en las otras. A esta circularidad de lo comunicacional y lo urbano se subordinan los testimonios de la historia, el sentido público construido en experiencias de larga duración.

DESCOLECCIONAR

Esta dificultad para abarcar lo que antes totalizábamos bajo la fórmula "cultura urbana", o con las nociones de culto, popular y masivo, plantea el problema de si la organización de la cultura puede ser explicada por referencia a colecciones de bienes simbólicos. También la desarticulación de lo urbano pone en duda que los sistemas culturales encuentren su clave en las relaciones de la población con cierto tipo de territorio y de historia que prefigurarían en un sentido peculiar los comportamientos de cada grupo. El paso siguiente de este análisis debe ser trabajar los procesos (combinados) de descoleccionamiento y desterritorialización.

La formación de colecciones especializadas de arte culto y folclor fue en la Europa moderna, y más tarde en América Latina, un dispositivo para ordenar los bienes simbólicos en grupos separados y jerarquizarlos. A quienes eran cultos les pertenecían cierto tipo de cuadros, músicas y libros, aunque no los tuvieran en su casa, aunque fuera mediante el acceso a museos, salas de concierto y bibliotecas. Conocer su orden era ya una forma de poseerlos, que distinguía de los que no sabían relacionarse con él.

La historia del arte y la literatura se formó sobre la base de colecciones que alojaban los museos y las bibliotecas cuando éstos eran edificios para guardar, exhibir y consultar colecciones. Hoy los museos de arte exponen a Rembrandt y Bacon en una sala, en las siguientes objetos populares y diseño industrial, más allá ambientaciones, performances, instalaciones y arte corporal de artistas que ya no creen en las obras y rehúsan producir objetos coleccionables. Las bibliotecas públicas siguen existiendo de un modo más tradicional, pero cualquier intelectual o estudiante trabaja mucho más en su biblioteca privada, donde los libros se mezclan con revistas, recortes de periódicos, informaciones fragmentarias que moverá a cada rato de un estante a otro, que el uso obliga a dispersar en varias mesas y en el suelo. La situación del trabajador cultural es hoy la que entrevió Benjamín en aquel texto precursor en el que describía las sensaciones del que se muda y desembala su biblioteca, entre el desorden de las cajas, "el piso sembrado de papeles regados", la pérdida del orden que conectaba esos objetos con una historia de los saberes, haciéndole sentir que la manía de coleccionar "ya no es de nuestro tiempo".

Por otro lado, había un repertorio del folclor, de los objetos de pueblos o clases que tenían otras costumbres y por eso otras colecciones. El folclor nació del coleccionismo, según se vio en un capítulo anterior. Fue formándose cuando los coleccionistas y folcloristas se trasladaban a sociedades arcaicas, investigaban y preservaban las vasijas usadas en la comida, los vestidos y las máscaras con que se danzaba en los rituales, y los reunían luego en los museos. Las vasijas, las máscaras y los tejidos se hallan igualados ahora bajo el nombre de " artesanías" en los mercados urbanos. Si queremos comprar los mejores diseños ya no vamos a las sierras o las selvas donde viven los indios que los producen, porque las piezas de diversos grupos étnicos se mezclan en las tiendas de las ciudades.

También en el espacio urbano el conjunto de obras y mensajes que estructuraban la cultura visual y daban la gramática de lectura de la ciudad, disminuyeron su eficacia. No hay un sistema arquitectónico homogéneo y se van perdiendo los perfiles diferenciales de los barrios. La falta de regulación urbanística, la hibridez cultural de constructores y usuarios, entremezclan en una misma calle estilos de varias épocas. La interacción de los monumentos con mensajes publicitarios y políticos sitúa en redes heteróclitas la organización de la memoria y el orden visual.

La agonía de las colecciones es el síntoma más claro de cómo se desvanecen las clasificaciones que distinguían lo culto de lo popular y a ambos de lo masivo. Las culturas ya no se agrupan en conjuntos fijos y estables, y por tanto desaparece la posibilidad de ser culto conociendo el repertorio de "las grandes obras", o ser popular porque se maneja el sentido de los objetos y mensajes producidos por una comunidad más o menos cerrada (una etnia, un. barrio, una clase). Ahora esas colecciones renuevan su composición y su jerarquía con las modas, se cruzan todo el tiempo, y, para colmo, cada usuario puede hacer su propia colección. Las tecnologías de reproducción permiten a cada uno armar en su casa un repertorio de discos y cassettes que combinan lo culto con lo popular, incluyendo a quienes ya lo hacen en la estructura de las obras: Piazzola que mezcla el tango con el jazz y la música clásica, Caetano Veloso y Chico Buarque que se apropian a la vez de la experimentación de los poetas concretos, de las tradiciones afrobrasileñas y la experimentación musical posweberniana.

Proliferan, además, los dispositivos de reproducción que no podemos definir como cultos ni populares. En ellos se pierden las colecciones, se desestructuran las imágenes y los contextos, las referencias semánticas e históricas que amarraban sus sentidos.

Fotocopiadoras. Los libros se desencuadernan, las antologías acercan a autores incapaces de tratarse en los simposios, nuevas encuadernaciones agrupan capítulos de diversos volúmenes siguiendo no la lógica de la producción intelectual sino la de los usos: preparar un examen, seguirle los gustos a un profesor, perseguir itinerarios sinuosos ausentes en las clasificaciones rutinarias de las librerías y las bibliotecas. Esta relación fragmentaria con los libros lleva a perder la estructura en que se insertan los capítulos: descendemos, escribió alguna vez Monsiváis, al "grado xerox de la lectura". También es verdad que el manejo más libre de los Textos, su reducción a apuntes, tan desacralizados como la clase grabada -que a veces ni pasa por la hoja escrita, porque se la desgraba en la pantalla de la computadora- induce vínculos más fluidos entre los textos, entre los estudiantes y el Saber.

Videocasetera. Uno forma su colección personal mezclando partidos de futbol y películas de Fassbinder, series norteamericanas, telenovelas brasileñas y una polémica sobre la deuda externa, lo que los canales pasan cuando estamos 'viéndolos, cuando trabajamos o dormimos. La grabación puede ser inmediata o diferida, con posibilidad de borrar, regrabar y verificar cómo quedó. La videocasetera asemeja la televisión a la biblioteca, dice Jean Franco: "permite la yuxtaposición de tópicos muy diferentes a partir de un sistema arbitrario, dirigido a comunidades que trascienden los límites entre razas, clases y sexos". En verdad, la videocasetera va más lejos que la biblioteca. Reordena una serie de oposiciones tradicionales o modernas: entre lo nacional y lo extranjero, el ocio y el trabajo, las noticias y el esparcimiento, la política y la ficción. Interviene también en la sociabilidad al permitir que no perdamos una reunión social o familiar por ver un programa, al fomentar redes de préstamo e intercambio de cassettes.

Videoclips. Es el género más intrínsecamente posmoderno. Intergénero: mezcla de música, imagen y texto. Transtemporal: reúne melodías e imágenes de varias épocas, cita despreocupadamente hechos fuera de contexto; retorna lo que habían hecho Magritte y Duchamp, pero para públicos masivos. Algunos trabajos aprovechan la versatilidad del video para engendrar obras breves, aunque densas y sistemáticas: Fotoromanza, de Antonioni, Thriller, de John Landis, All Night Long, de Bob Rafelson, por ejemplo. Pero en la mayoría de los casos toda acción es dada en fragmentos, no pide que nos concentremos, que busquemos una continuidad. No hay historia de la cual hablar. Ni siquiera importa la historia del arte o de los medios; se saquean imágenes de todas partes, en cualquier orden. El cantante alemán Falco resume en un videoclip de dos minutos la narración de El vampiro negro, de Fritz Lang, Madonna se traviste de Marilyn copiando la coreografía de Los caballeros las prefieren rubias y mohínes de Betty Boop: "A los que se acuerdan les encanta el homenaje, la nostalgia. A los que no tienen memoria o no habían nacido, igual se les van los ojos tras de la golosina que les venden por flamante. "Ningún interés por señalar qué es nuevo, qué viene de antes. Para ser un buen espectador hay que abandonarse al ritmo, gozar las visiones efímeras. Aun los videoclips que presentan un relato lo subestiman o ironizan mediante montajes paródicos y aceleraciones intempestivas. Este entrenamiento en una percepción fugaz de que lo real ha tenido tanto éxito que no se limita a las discotecas o algunos programas televisivos de entretenimiento; en los Estados Unidos y en Europa existen canales que los pasan veinticuatro horas por día. Hay videoclips empresariales, políticos, musicales, publicitarios, didácticos, que reemplazan el manual de negocios, el panfleto, el espectáculo teatral, la teatralización más o menos razonada de la política en los mítines electorales. Son dramatizaciones frías, indirectas, que no requieren la presencia personal de los interlocutores. El mundo es visto como efervescencia discontinuo de imágenes, el arte como fast-food. Esta cultura pret-à-penser permite des-pensar los acontecimientos históricos sin preocuparse por entenderlos. Woody Allen se burlaba en alguna película de lo que había captado leyendo La guerra y la paz con el método de lectura rápida: "-Habla de Rusia", concluía. Le Nouvel Observateur dice en serio que encuentra en esta estética una vía para reinterpretar las revueltas estudiantiles de 1968: fueron una "revuelta clip: montaje caliente de imágenes-choque, ruptura del ritmo, final cortado"."

Videojuegos. Son como la variante participativa del video-clip. Cuando sustituyen a las películas, no sólo en el tiempo libre del público sino en el espacio de los cines que cierran por falta de espectadores, la operación de desplazamiento cultural es evidente. Del cine contemporáneo toman las vertientes más violentas: escenas bélicas, carreras de autos y motos, luchas de kárate y boxeo. Familiarizan directamente con la sensualidad y la eficacia de la tecnología; dan una pantalla-espejo dónde se escenifica el propio poder, la fascinación de luchar con las grandes fuerzas del mundo aprovechando las últimas técnicas y sin el riesgo de las confrontaciones directas. Desmaterializan, descorporalizan el peligro, dándonos únicamente el placer de ganar sobre los otros, o la posibilidad, al ser derrotados, de que todo quede en la pérdida de monedas en una máquina.

Como se estableció hace tiempo en los estudios sobre efectos de la televisión, estos nuevos recursos tecnológicos no son neutrales, ni tampoco omnipotentes. Su simple innovación formal implica cambios culturales, pero el signo final depende de los usos que les asignan diversos actores. Los citamos en este lugar porque agrietan los órdenes que clasificaban y distinguían las tradiciones culturales, debilitan el sentido histórico y las concepciones macroestructurales en beneficio de relaciones intensas y esporádicas con objetos aislados, con sus signos e imágenes. Algunos teóricos posmodernos sostienen que este predominio de las relaciones puntuales y deshistorizadas es coherente con el derrumbe de los grandes relatos metafísicos.

Efectivamente, no hay razones para lamentar la descomposición de las colecciones rígidas que, al separar lo culto, lo popular y lo masivo, promovían las desigualdades. Tampoco creemos que haya perspectivas de restaurar ese orden clásico de la modernidad. Vemos en los cruces irreverentes ocasiones de relativizar los fundamentalismos religiosos, políticos, nacionales, étnicos, artísticos, que absolutizan ciertos patrimonios y discriminan a los demás. Pero nos preguntamos si la discontinuidad extrema como hábito perceptivo, la disminución de oportunidades para comprender la reelaboración de los significados subsistentes de algunas tradiciones, para intervenir en su cambio, no refuerza el poder inconsulto de quienes si continúan preocupados por entender y manejar las grandes redes de objetos y sentidos: las transnacionales y los Estados.

Hay que incluir en las estrategias descoleccionadoras y desjerarquizadoras de las tecnologías culturales la asimetría existente, en su producción y su uso, entre los países centrales y los dependientes, entre consumidores de diferentes clases dentro de una misma sociedad. Las posibilidades de aprovechar las innovaciones tecnológicas y adecuarlas a las propias necesidades productivas y comunicacionales, son desiguales en los países centrales -generadores de inventos, con altas inversiones para renovar sus industrias, bienes y servicios- y en América Latina, donde las inversiones están congeladas por la carga de la deuda y las políticas de austeridad, donde los científicos y técnicos trabajan con presupuestos ridículos o deben emigrar, el control de los medios culturales más modernos está altamente concentrado y depende mucho de programación exógena.

No se trata, por supuesto, de retornar a las denuncias paranoicas, a las concepciones conspirativas de la historia, que acusaban a la modernización de la cultura masiva y cotidiana de ser un instrumento de los poderosos para explotar mejor. La cuestión es entender cómo la dinámica propia del desarrollo tecnológico remodela la sociedad, coincide con movimientos sociales o los contradice. Hay tecnologías de distinto signo, cada una con varias posibilidades de desarrollo y articulación con las otras. Hay sectores sociales con capitales culturales y disposiciones diversas para apropiárselas con sentidos diferentes: la descolección y la hibridación no son iguales para los adolescentes populares que van a los negocios públicos de videojuegos y para los de clase media y alta que los tienen en sus casas. Los sentidos de las tecnologías se construyen según los modos en que se institucionalizan y se socializan.

La remodelación tecnológica de las prácticas sociales no siempre contradice las culturas tradicionales y las artes modernas. Ha extendido, por ejemplo, el uso de bienes patrimoniales y el campo de la creatividad. Así como los videojuegos trivializan batallas históricas y algunos videoclips las tendencias experimentales del arte, las computadoras y otros usos del video facilitan obtener datos, visualizar gráficas e innovarlas, simular el uso de piezas e informaciones, reducir la distancia entre concepción y ejecución, cono cimiento y aplicación, información y decisión. Esta apropiación múltiple de patrimonios culturales abre posibilidades originales de experimentación y comunicación, con usos democratizadores, como se aprecia en la utilización del video hecho por algunos movimientos populares.

Pero las nuevas tecnologías no sólo promueven la creatividad y la innovación. También reproducen estructuras conocidas. Los tres usos más frecuentes del video -el consumo de películas comerciales, espectáculos porno, y la grabación de acontecimientos familiares- repiten prácticas audiovisuales iniciadas por la fotografía y el súper 8. Por otro lado, el videoarte, explorado principalmente por pintores, músicos y poetas, reafirma la diferencia y el hermetismo de un modo semejante a las galerías artísticas y los cineclubes. La coexistencia de estos usos contradictorios revela que las interacciones de las nuevas tecnologías con la cultura anterior las vuelve parte de un proceso mucho mayor del que ellas desencadenaron o del que manejan. Uno de esos cambios de larga data, que la intervención tecnológica vuelve más patente, es la reorganización de los vínculos entre grupos y sistemas simbólicos; los descoleccionamientos y las hibridaciones no permiten ya vincular rígidamente las clases sociales con los estratos culturales. Si bien muchas obras permanecen dentro de los circuitos minoritarios o populares para los que fueron hechas, la tendencia prevaleciente es que todos los sectores mezclen en sus gustos objetos de procedencias antes separadas. No quiero decir que esta circulación más fluida y compleja haya evaporado las diferencias entre las clases. Sólo afirmo que la reorganización de los escenarios culturales y los cruces constantes de las identidades exigen preguntarse de otro modo por los órdenes que sistematizan las relaciones materiales y simbólicas entre los grupos.

DESTERRITORIALIZAR

Las búsquedas más radicales acerca de lo que significa estar entrando y saliendo de la modernidad son las de quienes asumen las tensiones entre desterritorialización y reterritorialización. Con esto me refiero a dos procesos: la pérdida de la relación "natural" de la cultura con los territorios geográficos y sociales, y, al mismo tiempo, ciertas relocalizaciones territoriales relativas, parciales, de las viejas y nuevas producciones simbólicas.

Para documentar esta transformación de las culturas contemporáneas analizaré primero la transnacionalización de los mercados simbólicos y las migraciones. Luego, me propongo explorar el sentido estético de este cambio siguiendo las estrategias de algunas artes impuras.

l. Hubo un modo de asociar lo popular con lo nacional que nutrió, según anotamos en capítulos anteriores, la modernización de las culturas latinoamericanas. Realizada primero bajo la forma de dominación colonial, luego como industrialización y urbanización bajo modelos metropolitanos, la modernidad pareció organizarse en antagonismos económico políticos y culturales: colonizadores vs. colonizados, cosmopolitismo vs. nacionalismo. La última pareja de opuestos fue la manejada por la teoría de la dependencia, según la cual todo se explicaba por el enfrentamiento entre el imperialismo y las culturas nacional populares.

Los estudios sobre el imperialismo económico y cultural sirvieron para conocer algunos dispositivos usados por los centros internacionales de producción científica, artística y comunicacional que condicionaban, y aún condicionan, nuestro desarrollo. Pero ese modelo es insuficiente para entender las actuales relaciones de poder. No explica el funcionamiento -planetario de un sistema industrial, tecnológico, financiero y cultural, cuya sede no está en una sola nación sino en una densa red de estructuras económicas e ideológicas. Tampoco da cuenta de la necesidad de las naciones metropolitanas de flexibilizar sus fronteras e integrar sus economías, sistemas educativos, tecnológicos y culturales, como está ocurriendo en Europa y Norteamérica.

La desigualdad persistente entre lo que los dependentistas llamaban el primer y el tercer mundo mantiene con relativa vigencia algunos de sus postulados. Pero aunque las decisiones y beneficios de los intercambios se concentren en la burguesía de las metrópolis, nuevos procesos vuelven más compleja la asimetría: la descentralización de las empresas, la simultaneidad planetario de la información, y la adecuación de ciertos saberes e imágenes internacionales a los conocimientos y hábitos de cada pueblo. La deslocalización de los productos simbólicos por la electrónica y la telemática, el uso de satélites y computadoras en la,difusión cultural, también impiden seguir viendo los enfrentamientos de los países periféricos como combates frontales con naciones geográficamente definidas.

El maniqueísmo de aquellas oposiciones se vuelve aún menos verosímil en los ochenta y noventa cuando varios países dependientes registran un ascenso notable de sus exportaciones culturales. En Brasil, el avance de la masificación e industrialización de la cultura no implicó, contrariamente a lo que solía decirse, una mayor dependencia de la producción extranjera. Las estadísticas revelan que en los últimos años creció su cinematografía v la proporción de películas nacionales en las pantallas: de 13.9 por ciento en 1971 a 35 en 1982. Los libros de autores brasileños, que ocupaban el 54 por ciento de la producción editorial en 1973, subieron a 70 por ciento en 1981. También se escuchan más discos y cassettes nacionales, mientras descienden los importados. En 1972, un 60 por ciento de la programación televisiva era extranjera; en 1983, bajó al 30. Al mismo tiempo que se da esta tendencia a la nacionalización y autonomía de la producción cultural, Brasil se convierte en un agente muy activo del mercado latinoamericano de bienes simbólicos exportando telenovelas. Como también logra penetrar ampliamente en los países centrales, llegó a convertirse en el séptimo productor mundial de televisión y publicidad, y el sexto en discos. Renato Ortiz, de quien tomo estos datos, concluye que pasaron "de la defensa de lo nacional-popular a la exportación de lo internacional-popuIar".

Si bien esta tendencia no se da del mismo modo en todos los países latinoamericanos, hay aspectos semejantes en los de desarrollo cultural más moderno que replantean las articulaciones entre lo nacional y lo extranjero. Tales cambios no eliminan la cuestión de cómo distintas clases se benefician y son representadas con la cultura producida en cada país, pero la radical alteración de los escenarios de producción y consumo, así como el carácter de los bienes que se presentan, cuestiona la asociación "natural" de lo popular con lo nacional y la oposición igualmente apriorístico con lo internacional.

2. Las migraciones multidireccionales son el otro factor que relativiza el paradigma binario y polar en el análisis de las relaciones interculturales. La internacionalización latinoamericana se acentúa en las últimas décadas cuando las migraciones no abarcan sólo a escritores, artistas y políticos exiliados, como ocurrió desde el siglo pasado, sino a pobladores de todos los estratos. ¿Cómo incluir en el esquema unidireccional de la dominación imperialista los nuevos flujos de circulación cultural suscitados por los trasplantes de latinoamericanos hacia los Estados Unidos y Europa, de los países menos desarrollados hacia los más prósperos de nuestro continente, de las regiones pobres a los centros urbanos? ¿Son dos millones, según las cifras más tímidas, los sudamericanos que por persecución ideológica y ahogo económico abandonaron en los setenta la Argentina, Chile, Brasil y Uruguay? No es casual que la reflexión más innovadora sobre la desterritorialización se esté desplegando en la principal área de migraciones de¡ continente, la frontera de México con los Estados Unidos.

De los dos lados de esa frontera, los movimientos interculturales muestran su rostro doloroso: el subempleo y el desarraigo de campesinos e indígenas que debieron salir de sus tierras para sobrevivir. Pero también está creciendo allí una producción cultural muy dinámica Si en los Estados Unidos existen más de 250 estaciones de radio y televisión en castellano, más de 1500 publicaciones en nuestra lengua y un alto interés por la literatura y la música latinoamericanas, no es sólo porque hay un mercado de 20 millones de "hispanos", o sea el 8 por ciento de la población estadounidense (38 por ciento en Nuevo México, 25 en Texas y 23 en California). También se debe a que la llamada cultura latina produce películas como Zoot suit y La bamba, las canciones de Rubén Blades y Los Lobos, teatros de avanzada estética y cultural como el de Luis Valdez, artistas plásticos cuya calidad y aptitud para hacer interactuar la cultura popular con la simbólica moderna y posmoderna los incorpora al mainstream norteamericano."

Quien conozca estos movimientos artísticos sabe que muchos están arraigados en las experiencias cotidianas de los sectores populares. Para que no queden dudas de la extensión transclasista del fenómeno de desterritorialización es útil referirse a las investigaciones antropológicas sobre migrantes. Roger Rouse estudió a los pobladores de Aguililla, un municipio rural del suroeste de Michoacán, aparentemente sólo comunicado por un camino de tierra. Sus dos principales actividades siguen siendo la agricultura y la cría de ganado para autosubsistencia, pero la emigración iniciada en los cuarenta se incentivo a tal punto que casi todas las familias tienen ahora miembros que viven o vivieron en el extranjero. La declinante economía local se sostiene por el flujo de dólares enviados desde California, especialmente de Redwood City, ese núcleo de la microelectrónica y la cultura postindustrial norteamericana en el valle de Silicon, donde los michoacanos trabajan como obreros y en servicios. La mayoría permanece períodos breves en los Estados Unidos, y quienes duran más tiempo conservan relaciones constantes con su pueblo de origen. Son tantos los que están fuera de Aguililla, tan frecuentes sus vínculos con los que permanecen allí, que ya no puede concebirse ambos conjuntos como comunidades separadas:

Mediante la constante migración de ¡da y vuelta, y el uso creciente de teléfonos, los aguilillenses suelen estar reproduciendo sus lazos con gente que está a 2 mil millas de distancia tan activamente como mantienen sus relaciones con los vecinos inmediatos. Más aún, y más en general, por medio de la circulación continua de personas, dinero, mercancías e información, los diversos asentamientos se han entreverado con tal fuerza que probablemente se comprendan mejor como formando una sola comunidad dispersa en una variedad de lugares.

Dos nociones convencionales de la teoría social caen ante estas "economías cruzadas, sistemas de significados que se intersectan y personalidades fragmentadas". Una es la de la "comunidad", empleada tanto para poblaciones campesinas aisladas como para expresar la cohesión abstracta de un Estado nacional compacto, en ambos casos definibles por su relación con un territorio específico. Se suponía que los vínculos entre los miembros de esas comunidades serían más intensos dentro que fuera de su espacio, y que los miembros tratan la comunidad como el medio principal al que ajustan sus acciones. La segunda imagen es la que opone centro y periferia, también "expresión abstracta de un sistema imperial idealizado", en el que las gradaciones de poder y riqueza estarían distribuidas concéntricamente: lo mayor en el centro y una disminución creciente a medida que nos movemos hacia zonas circundantes. El mundo funciona cada vez menos de este modo, dice Rouse; necesitamos "una cartografía alternativa del espacio social", basada más bien sobre las nociones de "circuito" y frontera".

Tampoco debe suponerse, agrega, que este reordenamiento sólo abarca a los marginales. Se advierte una desarticulación semejante en la economía estadounidense, dominada antes por capitales autónomos. En el área central de Los Angeles, el 75 por ciento de los edificios pertenece ahora a capitales extranjeros; en el conjunto de centros urbanos, el 40 por ciento de la población está compuesto por minorías étnicas procedentes de Asia y América Latina, y "se calcula que la cifra se aproximará al 60 por ciento en el año 2010"." Hay una "implosión del tercer mundo en el primero"," según Renato Rosaldo; "la noción una cultura auténtica como un universo autónomo internamente coherente no es más sostenible" en ninguno de los dos mundos, "excepto quizá como una 'ficción útil' o una distorsión reveladora".

Cuando en los últimos años de su vida Michel de Certeau : enseñaba en San Diego, decía que en California la mezcla de inmigrantes mexicanos, colombianos, noruegos, rusos, italianos y del este de los Estados Unidos hacía pensar que "la vida consiste en pasar constantemente fronteras". Los oficios se toman y se cambian con la misma versatilidad que los coches y las casas.

Esta movilidad descansa sobre el postulado de que uno no es identificado ni por el nacimiento, ni por la familia, ni por el estatuto profesional, ni por las relaciones amistosas o amorosas, ni por la propiedad. Parece que toda identidad definida por el estatuto y por el lugar (de origen, de trabajo, de hábitat, etc.) fuera reducida, si no barrida, por la velocidad de todos los movimientos, Se sabe que no hay documento de identidad en los EEUU; se lo reemplaza por la licencia para conducir y la tarjeta de crédito, es decir por la capacidad de atravesar el espacio y por la participación en un juego de contratos fiduciarios entre ciudadanos norteamericanos."

Durante los dos períodos en que estudié los conflictos interculturales del lado mexicano de la frontera, en Tijuana, en 1985 y 1988, varias veces pensé que esta ciudad es, junto a Nueva York, uno de los mayores laboratorios de la posmodernidad." No tenía en 1950 más de 60 000 habitantes; hoy supera el millón con los migrantes de casi todas las regiones de México (principalmente Oaxaca, Puebla, Michoacán y el Distrito Federal) que se instalaron en estos años. Algunos pasan diariamente a los Estados Unidos para trabajar, otros cruzan la frontera en los meses de la siembra y la cosecha. Aun los que se quedan en Tijuana están vinculados a intercambios comerciales entre ,los dos países, a maquilladoras norteamericanas ubicadas en la frontera de México o a servicios turísticos para los 3 o 4 millones de estadounidenses que llegan por año a esta ciudad.

Desde principio de siglo hasta hace unos quince años, Tijuana había sido conocida por un casino (abolido en el gobierno de Cárdenas), cabarets, dancing halls, liquor stores, a donde los norteamericanos llegaban para eludir las prohibiciones sexuales, de juegos de azar y bebidas alcohólicas de su país la instalación reciente de fábricas, hoteles modernos, centros culturales y el acceso a una amplia información internacional la volvieron una ciudad moderna y contradictoria, cosmopolita y con una fuerte definición propia.

En las entrevistas que hicimos a alumnos de escuelas primarias, secundarias y universitarios, a artistas y promotores culturales de todos los estratos, no había tema más central para la autodefinición que la vida fronteriza y los contactos interculturales. Una de las técnicas de investigación fue pedirles que nombraran los lugares más representativos de la vida y la cultura de Tijuana, para luego fotografiarlos; tomamos también imágenes de otros escenarios que parecían condensar el sentido de la ciudad (carteles publicitarios, encuentros ocasionales, grafitis) y seleccionamos cincuenta fotos para mostrárselas a catorce grupos de diversos niveles económicos y culturales. Dos tercios de las imágenes que juzgaron más representativas de la ciudad, de las que hablaban con más énfasis, eran de lugares que vinculan a Tijuana con lo que está más allá de ella: la avenida Revolución, sus tiendas y centros de diversión para turistas, el minarete que testimonia dónde estuvo el casino, las antenas parabólicas, los pasos legales e ¡legales en la frontera, los barrios donde se concentran los que vienen de distintas zonas del país, la tumba de Juan Soldado, "señor de los emigrados", al que van a pedir que les arregle "los papeles" o a agradecerle que no los haya agarrado "la migra".

El carácter multicultural de la ciudad se expresa en el uso del español, el inglés, y también en las lenguas indígenas . habladas en los barrios y las maquilladoras, o entre quienes venden artesanías en el centro. Esa pluralidad se reduce cuando pasamos de las interacciones privadas a los lenguajes públicos, los de la radio, la televisión y la publicidad urbana, donde el inglés y el español predominan y coexisten "naturalmente". Junto al cartel que recomienda el club-discoteca y la radio donde se escucha "rock en tu idioma", otro anuncia un licor mexicano en inglés. La música y la bebida alcohólica, dos símbolos de Tijuana, conviven bajo esta dualidad lingüística. "The other choice" es explícitamente el licor, pero la contigüidad de los mensajes vuelve posible que sea también el rock en español. La ambivalencia de la imagen, que los entrevistados consideraron analógica de la vida en la ciudad, también permite concluir, según el orden de lectura, que la otra elección sea el inglés.

La incertidumbre generada por las oscilaciones bilingüísticas, biculturales y binacíonales tiene su equivalencia en las relaciones con la propia historia. Algunas de las fotos fueron elegidas precisamente por aludir el carácter simulado de buena parte de la cultura tijuanense. La Torre de Agua Caliente, quemada en la década de los sesenta, con la pretensión de olvidar el casino que representaba, fue reconstruida hace pocos años y ahora se la exhibe con orgullo en portadas de revistas y propagandas; pero los entrevistados, al hacer notar que la torre actual está en un sitio distinto, argumentan que el cambio es un modo de desplazar y reubicar el pasado.

En varias esquinas de la avenida Revolución hay cebras. En realidad, son burros pintados. Sirven para que los turistas norteamericanos se fotografíen con un paisaje detrás, en el que se aglomeran imágenes de varias regiones de México: volcanes, figuras aztecas, nopales, el águila con la serpiente. "Ante la falta de otro tipo de cosas, como en el sur, que hay pirámides, aquí no hay nada de eso... como que algo hay que inventarle a los gringos", dijeron en uno de los grupos. En otro, señalaban que "también remite a este mito que traen los norteamericanos, que tiene que ver con cruzar la frontera hacia el pasado, hacia lo salvaje, hacia la onda de poder montar".

Al llegar a la playa "la línea" se cae y deja una zona de tránsito, usada a veces por los migrantes indocumentados. Todos los domingos las familias fragmentadas a ambos lados de la frontera se encuentran en los picnics.

Donde las fronteras se mueven, pueden estar rígidas o caídas, donde los edificios son evocados en otro lugar que el que representan, todos los días se renueva y amplía la invención espectacular de la propia ciudad. El simulacro pasa a ser una categoría central de la cultura. No sólo se relativiza lo 64 auténtico". La ilusión evidente, ostentosa, como las cebras que todos saben falsas o los juegos de ocultamiento de migrantes ¡legales "tolerados" por la policía norteamericana, se vuelve un recurso para definir la identidad y comunicarse con los otros.

A estos productos híbridos, simulados, los artistas y escritores de la frontera agregan su propio laboratorio intercultural. En una entrevista radial se le preguntó a Guillermo Gómez-Peña, editor de la revista bilingüe La línea quebrada/the broken line, con sede en Tijuana y San Diego:

Reportero: Si ama tanto a nuestro país, como usted dice, ¿por qué vive en California

Gómez-Peña:Me estoy desmexicanizando para mexicomprenderme...

Reportero: ¿Qué se considera usted, pues?

Gómez-Peña: Posmexica, prechicano, panlatino, transterrado, arteamericano... depende del día de la semana o del proyecto en cuestión.

Varias revistas de Tijuana están dedicadas a reelaborar las definiciones de identidad y cultura a partir de la experiencia fronteriza. La línea quebrada, que es la más radical, dice expresar a una generación que creció "viendo películas de charros y de ciencia ficción, escuchando cumbias y rolas del Moody Blues, construyendo altares y filmando en súper 8, leyendo El Corno Emplumado y Art Forum". Ya que viven en lo intermedio, "en la grieta entre dos mundos", ya que son "los que no fuimos porque no cabíamos, los que aún no llegamos o no sabemos a dónde llegar", deciden asumir todas las identidades disponibles:

Cuando me preguntan por mi nacionalidad o identidad étnica, no puedo responder con una palabra, pues mi "identidad" ya posee repertorios múltiples: soy mexicano pero también soy chicano y latinoamericano. En la frontera me dicen ¿'chilango" o "mexiquiflo"; en la capital "pocho" o "norteño", y en Europa "sudaca". Los anglosajones me llaman "hispanic" o "latinou" y los alemanes me han confundido en más de una ocasión con turco o italiano.

Con una frase que le queda bien a un migrante lo mismo que a un joven rockero, Gómez-Pefía explica que "nuestro sentimiento generacional más hondo es el de la pérdida que surge de la partida". Pero también son lo que han ganado: "Una visión de la cultura más experimental, es decir multifocal y tolerante.

Otros artistas y escritores de Tijuana cuestionan la visión eufemizada de las contradicciones y el desarraigo que perciben en el grupo de La línea quebrada. Rechazan la celebración de las migraciones causadas muchas veces por la pobreza en el lugar originario, que se repite en el nuevo destino. No faltan los que, pese a no haber nacido en Tijuana, en nombre de sus quince o veinte años en la ciudad, impugnan la insolencia paródica y desapegado: "Gente que recién llega y quiere descubrirnos y decirnos quiénes somos."

Tanto en esta polémica como en otras manifestaciones de' fuerte afectividad al referirse a las fotos de Tijuana, vimos un movimiento complejo que llamaríamos de reterritorialización. Los mismos que elogian a la ciudad por ser abierta y cosmopolita quieren fijar signos de identificación, rituales que los diferencien de los que sólo están de paso, son turistas o... antropólogos curiosos por entender los cruces interculturales.

Los editores de otra revista tijuanense, Esquina baja, dedicaron un largo rato a explicarnos por qué querían, además de tener un órgano para expresarse,

generar un público de lectores, una revista local de calidad en todos los aspectos, de diseño, de presentación... para contrarrestar un poco esa tendencia centrista que existe en el país, porque lo que hay en la provincia no logra trascender, se ve minimizado, si no pasa primero por el tamiz del Distrito Federal.

Algo semejante encontramos en la vehemencia con que todos rechazaron los criterios "misioneros" de actividades culturales propiciadas por el gobierno central. Ante los programas nacionales destinados a "afirmar la identidad mexicana" en la frontera norte, los bajacalifornianos argumentan que ellos son tan mexicanos como los demás, aunque de un modo diferente. Sobre la "amenaza de penetración cultural norteamericana" dicen que, pese a la cercanía geográfica y comunicacional con los Estados Unidos, los intercambios comerciales y culturales diarios les hacen vivir intensamente la desigualdad y por lo tanto tener una imagen menos idealizada que quienes reciben una influencia parecida en la capital mediante mensajes televisivos y bienes de consumo importados.

Desterritorialización y re-territorialización. En los intercambios de la simbólica tradicional con los circuitos internacionales de comunicación, con las industrias culturales y las migraciones, no desaparecen las preguntas por la identidad y lo nacional, por la defensa de la soberanía, la desigual apropiación del saber y el arte. No se borran los conflictos, como pretende el posmodernismo neoconservador. Se colocan en otro registro, multifocal y más,tolerante, se repiensa la autonomía de cada cultura -a veces- con menores riesgos fundamentalistas. No obstante, las críticas chovinistas a "los del centro", engendran a veces conflictos violentos: agresiones a los migrantes recién llegados, discriminación en las escuelas y los trabajos.

Los cruces intensos y la inestabilidad de las tradiciones, bases de la apertura valorativa, pueden ser también -en condiciones de competencia laboral- fuente de prejuicios y enfrentamientos. Por eso, el análisis de las ventajas o inconvenientes de la desterritorialización no debe reducirse a los movimientos de ideas o códigos culturales, como es frecuente en la bibliografía sobre posmodernidad. Su sentido se construye también en conexión con las prácticas sociales y económicas, en las disputas por el poder local, en la competencia por aprovechar las alianzas con poderes externos.

Poderes Oblicuos

Esta travesía por algunas transformaciones posmodernas del mercado simbólico y de la cultura cotidiana, contribuyen a entender por qué fracasan ciertos modos de hacer política basados en dos principios de la modernidad: la autonomía de los procesos simbólicos, la renovación democrática de lo culto y lo popular. Puede ayudarnos a explicar, asimismo, el éxito generalizado de las políticas neoconservadoras y la falta de alternativas socializantes o más, democráticas adecuadas al grado de desarrollo tecnológico y la complejidad de la crisis social. Además de las ventajas económicas de los grupos neoconservadores, su acción se facilita por haber captado mejor el sentido sociocultural de las nuevas estructuras de poder.

A partir de lo que venimos analizando, una cuestión se vuelve clave: la reorganización cultural del poder. Se trata de analizar qué consecuencias políticas tiene pasar de una concepción vertical y bipolar a otra descentrada, multideterminada, de las relaciones sociopolíticas.

Es comprensible que haya resistencias a este desplazamiento. Las representaciones maniqueas y conspirativas del poder encuentran parcial justificación en algunos procesos contemporáneos. Los países centrales usan las innovaciones tecnológicas para acentuar la asimetría y la desigualdad con los dependientes. Las clases hegemónicas aprovechan la reconversión industrial para reducir la ocupación de los obreros, recortar el poder de los sindicatos, mercantilizar bienes -entre ellos los educativos y culturales- que luego de luchas históricas se había llegado a convenir que eran servicios públicos. Pareciera que los grandes grupos concentradores de poder son los que subordinan el arte y la cultura al mercado, los que disciplinan el trabajo y la vida cotidiana.

Una mirada más amplia permite ver otras transformaciones económicas y políticas, apoyadas en cambios culturales de larga duración, que están dando una estructura distinta a los conflictos. Los cruces entre lo culto y lo popular vuelven obsoleta la representación polar entre ambas modalidades de desarrollo simbólico, y relativizan por tanto la oposición política entre hegemónicos y subalternos, concebida como si se tratara de conjuntos totalmente distintos y siempre enfrentados. Lo que hoy sabemos sobre las operaciones interculturales de los medios masivos y las nuevas tecnologías, sobre la reapropiación que hacen de ellos diversos receptores, nos aleja de las tesis sobre la manipulación omnipotente de los grandes consorcios metropolitanos. Los paradigmas clásicos con que se explicó la dominación son incapaces de dar cuenta de la diseminación de los centros, la multipolaridad de las iniciativas sociales, la pluralidad de referencias -tomadas de diversos territorios- con que arman sus obras los artistas, los artesanos y los medios masivos.

El incremento de procesos de hibridación vuelve evidente que captamos muy poco del poder si sólo registramos los enfrentamientos y las acciones verticales. El poder no funcionaría si se ejerciera únicamente de burgueses a proletarios, de blancos a indígenas, de padres a hijos, de los medios a los receptores. Porque todas estas relaciones se entretejen unas con otras, cada una logra una eficacia que sola nunca alcanzaría. Pero no se trata simplemente de que al superponerse unas formas de dominación a otras se potencien. Lo que les da su eficacia es la oblicuidad que se establece en el tejido. ¿Cómo discernir dónde acaba el poder étnico y dónde empieza el familiar, o las fronteras entre el poder político y el económico? A veces es posible, pero lo que más cuenta es la astucia con que los cables se mezclan, se pasan órdenes secretas y son respondidas afirmativamente.

Hegemónico, subalterno: palabras pesadas, que nos ayudaron a nombrar las divisiones entre los hombres, pero no para incluir los movimientos del afecto, la participación en actividades solidarias o cómplices, en que hegemónicos y subalternos se necesitan. Quienes trabajan en la frontera en relación constante con el turismo, las fábricas y la lengua de Estados Unidos ven con extrañeza a quienes los consideran absorbidos por el imperio. Para los protagonistas de esas relaciones las interferencias del inglés en su habla (hasta cierto punto equivalente a la infiltración del español en el sur de Estados Unidos) expresan las transacciones indispensables donde ocurren intercambios cotidianos.

No hay que mirar esas transacciones como fenómenos exclusivos de zonas de densa interculturalidad. La dramatización ideológica de las relaciones sociales tiende a exaltar tanto las oposiciones que acaba por no ver los ritos que unen y comunican; es una sociología de las rejas, no de lo que se dice a través de ellas, o cuando no están. Los sectores populares más rebeldes, los líderes más combativos, satisfacen sus necesidades básicas participando de un sistema de consumo que ellos no eligen. No pueden inventar el lugar en que trabajan, ni el transporte que los lleva, ni la escuela en que educan a sus hijos, ni la comida, ni la ropa, ni los medios que les proporcionan información cotidiana. Aun las protestas contra ese orden se hacen usando una lengua que no elegimos, manifestando en calles o plazas que otros diseñaron. Por más usos transgresores que se hagan de la lengua, las calles y las plazas, la resignificación es temporal, no anula el peso de los hábitos con que reproducimos el orden sociocultural, fuera y dentro de nosotros.

Estas evidencias tan obvias, pero omitidas habitualmente en la dramatización ideológica de los conflictos, resultan más claras cuando se observan comportamientos no políticos. ¿Por qué los sectores populares apoyan a quienes los oprimen? Los antropólogos médicos observan que, ante los problemas de salud, la conducta habitual de los grupos subalternos no es impugnar la explotación que les dificulta atenderse en forma adecuada, sino acomodarse al usufructo de la enfermedad por la medicina privada o aprovechar como se pueda los deficientes servicios estatales. No se debe a falta de conciencia sobre sus necesidades de salud, ni sobre la opresión que las agrava, ni sobre la insuficiencia o el costo especulativo de los servicios. Aun cuando disponen de medios radicales de acción para enfrentar la desigualdad, optan por soluciones intermedias. Lo mismo ocurre en otros escenarios. Ante la crisis económica, reclaman mejoras salariales y a la vez autolimitan su consumo. Frente a la hegemonía política, la transacción consiste, por ejemplo, en aceptar las relaciones personales para obtener beneficios de tipo individual. En lo ideológico, incorporar y valorar positivamente elementos producidos fuera del propio grupo (criterios de prestigio, jerarquías, diseños y funciones de los objetos). La misma combinación de prácticas científicas y tradicionales -ir al médico y al curandero- es una manera transaccional de aprovechar los recursos de ambas medicinas, con lo cual los usuarios revelan una concepción más flexible que el sistema médico moderno sectarizado en la alopatía, y que muchos folcloristas o antropólogos que idealizan la autonomía de las prácticas tradicionales. Desde la perspectiva de los usuarios, ambas modalidades terapéuticas son complementarias, funcionan como repertorios de recursos a partir de los cuales efectúan transacciones entre el saber hegemónico y el popular. Las hibridaciones descritas a lo largo de este libro nos hacen concluir que hoy todas las culturas son de frontera. Todas las artes se desarrollan en relación con otras artes: las artesanías migran del campo a la ciudad; las películas, los videos y canciones que narran acontecimientos de un pueblo son intercambiados con otros. Así las culturas pierden la relación exclusiva con su territorio, pero ganan en comunicación y conocimiento.

Hay aún otro modo en que la oblicuidad de los circuitos simbólicos permite repensar los vínculos entre cultura y poder. La búsqueda de mediaciones, de vías diagonales para gestionar los conflictos, da a las relaciones culturales un lugar prominente en el desenvolvimiento político. Cuando no logramos cambiar al gobernante, lo satirizamos en las danzas del carnaval, en el humor periodístico, en los grafitis. Ante la imposibilidad de construir un orden distinto, erigimos en los mitos, la literatura y las historietas desafíos enmascarados. La lucha entre clases o entre etnias es, la mayor parte de los días, una lucha metafórica. A veces, a partir de las metáforas, irrumpen, lenta o inesperadamente, prácticas transformadores inéditas.

En toda frontera hay alambres rígidos y alambres caídos. Las acciones ejemplares, los rodeos culturales, los ritos, son maneras de trasponer los límites por donde se puede. Pienso en las astucias de los migrantes indocumentados a Estados Unidos; en la rebeldía paródica de los grafitis colombianos y argentinos. Me acuerdo de las Madres de la Plaza de Mayo dando vueltas todos los jueves en una ritualidad cíclica, con las fotos de sus hijos desaparecidos como ¡conos, hasta lograr, después de años, que algunos de los culpables sean condenados a prisión.

Pero las frustraciones de los organismos de derechos humanos hacen reflexionar también sobre el papel de la cultura como expresión simbólica para sostener una demanda cuando las vías políticas se clausuran. El día en que el Congreso argentino aprobó la Ley de Punto Final, que absolvió a centenares de torturadores y asesinos, dos ex desaparecidos se colocaron en estrechas casillas, esposados y con los ojos vendados, frente al palacio legislativo, con carteles que decían "el punto final significa volver a esto". La repetición ritual de la desaparición y el encierro, como único modo de preservar su memoria cuando el fracaso político pareciera eliminarlos del horizonte social.

Ésta eficacia simbólica limitada conduce a esa distinción fundamental para definir las relaciones entre el campo cultural y el político, que analizamos en el capítulo anterior: la diferencia entre acción y actuación. Una dificultad crónica en la valoración política de las prácticas culturales es entender a éstas como acciones, o sea como intervenciones efectivas en las estructuras materiales de la sociedad. Ciertas lecturas sociologizantes también miden la utilidad de un mural o una película por su capacidad performativa, de generar modificaciones inmediatas y verificables. Se espera que los espectadores respondan a las supuestas acciones "concientizadoras" con "tomas de conciencia" y "cambios reales" en sus conductas. Como esto no ocurre casi nunca, se llega a conclusiones pesimistas sobre la eficacia de los mensajes artísticos.

Las prácticas culturales son, más que acciones, actuaciones. Representan, simulan las acciones sociales, pero sólo a veces operan como una acción. Esto ocurre no sólo en las actividades culturales expresamente organizadas y reconocidas como tales; también los comportamientos ordinarios, se agrupen o no en instituciones, emplean la acción simulada, la actuación simbólica. Los discursos presidenciales ante un conflicto irresoluble con los recursos que se tienen, la crítica a la actuación gubernamental de organizaciones políticas sin poder para revertirla, y, por supuesto, las rebeliones verbales del ciudadano común, son actuaciones más comprensibles para la mirada teatral que para la del político "puro". La antropología nos informa que esto no se debe a la distancia que las crisis ponen entre los ideales y los actos, sino a la estructura constitutiva de la articulación entre lo político y lo cultural en cualquier sociedad. Quizás el mayor interés para la política de tomar en cuenta la problemática simbólica no reside en la eficacia puntual de ciertos bienes o mensajes, sino en que los aspectos teatrales y rituales de lo social vuelven evidente. lo que en cualquier interacción hay de oblicuo, simulado y diferido.