HERBERT MARCUSE, Notas para una nueva definición de la cultura

Notas para una nueva definición de la cultura

Por HERBERT MARCUSE

Mi punto de partida es la definición de cultura dada por Webster, esto es, la cultura como el complejo de creencias, realizaciones, tradiciones, etc., distintivas, que constituyen el "telón de fondo" de una sociedad. Generalmente han sido excluidas del uso tradicional del término "realizaciones" como la destrucción y el crimen y "tradiciones" como la crueldad y el fanatismo; yo seguiré este uso, aunque puede mostrarse necesario reintroducir: estas cualidades en la definición. Mi discusión se centrará en la relación entre el "telón de fondo" (cultura) y el "fondo"(1): la cultura aparece así como el complejo de objetivos (valores) morales, intelectuales y estéticos que una sociedad considera que constituye el designio de la organización, la división y la direcci6n de su trabajo, "el bien" que se supone realiza el modo de vida que ha establecido. Por ejemplo, el aumento de la libertad pública y aproximación a objetivos culturales tiene lugar mediante la práctica de la crueldad y la violencia. Esto puede explicar la paradoja de que una parte tan amplia de la cultura superior de Occidente, de su arte y de su literatura, haya consistido en protesta, en crítica y en condena de la cultura; y no sólo de su miserable traducción en la realidad, sino de su propio contenido y de sus mismos principios.

De acuerdo con los anteriores supuestos, el reexamen de una cultura dada implica la relación de los valores a los hechos, no como un problema lógico o epistemológico, sino como un problema de estructura social: ¿cómo están relacionados los medios de la sociedad a los fines que ella misma profesa? Se supone que los fines son los definidos por la "cultura superior" (aceptada socialmente); así, se trata de valores que han de incorporarse, más o menos adecuadamente, en las instituciones y relaciones sociales. La cuestión, por consiguiente, puede formularse más concretamente: ¿cómo están relacionadas la literatura, las artes, la filosofía, la ciencia o la religión de una sociedad a su comportamiento real? La amplitud de este problema excluye aquí toda discusión que no sea en términos de ciertas hipótesis relativas a las tendencias actuales.


Está generalmente admitido que los valores culturales (humanización) y las instituciones y las políticas existentes de una sociedad, raramente, por no decir nunca, se hallan en armonía. Esta opinión ha encontrado expresión en la distinción entre cultura y civilización, según la cual "cultura" se refiere a cierta dimensión superior de. autonomía y realización humana, mientras que "civilización" designa el reino de la necesidad, del trabajo y del comportamiento socialmente necesarios, en el que el hombre no se halla realmente en sí mismo y en su propio elemento, sino que está sometido a la heteronomía, a las condiciones y necesidades externas. El reino de la necesidad puede ser (y ha sido) reducido y mitigado. De hecho, el concepto de progreso únicamente es aplicable a este reino (progreso técnico), a los adelantos en la civilizaci6n, pero estos adelantos no han eliminado la tensión entre cultura y civilización. Incluso pueden haber agravado la dicotomía hasta un grado en que las inmensas posibilidades abiertas por el progreso técnico aparecen en acentuado contraste con su limitada y deformada realización. Al mismo tiempo, sin embargo, el conflicto entre la capacidad material e intelectual de la sociedad industrial avanzada, por una parte, y su utilización represiva, por otra, está siendo eliminado a su vez por el condicionamiento previo sistemático de las necesidades individuales y por la administración de satisfacción sistemática. La incorporación de la cultura superior al trabajo diario y al tiempo libre, el consumo organizado de belleza, goce y dolor, se han convertido en parte integrante de la administración social del individuo, en puntos necesarios para la reproducción de la "sociedad opulenta". La tensión entre cultura y sociedad, entre producción material e intelectual; ha sido eliminada. tan eficazmente que se plantea la cuestión de si, dadas las tendencias predominantes en la sociedad industrial avanzada, puede mantenerse todavía la distinción entre cultura y civilización. Más precisamente, ¿no ha sido resuelta la tensión entre medios y fines, entre valores culturales y hechos sociales, por la absorción de los fines por íos medios? ¿No se ha producido una coordinación "prematura", represiva e incluso violenta de la cultura con la civilización, por virtud de la cual esta última se ha liberado de algunos frenos efectivos a sus tendencias destructivas? Con esta integración de la cultura en la sociedad, la última tiende a convertirse en totalitaria incluso donde conserva las formas y las instituciones democráticas.

Algunas de las implicaciones de la distinción entre cultura y civilización pueden ser expresadas en una tabla como sigue:

Civilización
-trabajo manual

-día laborable

-trabajo tiempo libre

-reino de la necesidad

-naturaleza

-pensamiento operativo

Cultura

-trabajo intelectual

-día festivo

-reino de la libertad

-espíritu (Geist)

-pensamiento no operativo

En la tradición académica, estas divisiones tuvieron en otro tiempo su paralelismo en la distinción entre ciencias naturales, por una parte, y todas las demás -ciencias sociales, humanidades, etc.-, por otra. Esta distinción entre las ciencias ha quedado hoy completamente anticuada: la ciencia natural, las ciencias sociales e incluso las humanidades se están asimilando entre sí por sus métodos y por sus conceptos, como ejemplifican la difusión del empirismo positivista, la lucha contra todo lo que pueda calificarse de "metafísica" , el estudio directo de la teoría "pura" y la disposición de todas las disciplinas a organizarse en beneficio del interés nacional o corporativo. Este cambio dentro del sistema educativo está de acuerdo con los cambios fundamentales de la sociedad contemporánea, que afectan a toda la dicotomía anteriormente reseñada en la tabla: la civilización tecnológica tiende a eliminar los objetos trascendentes de la cultura (trascendentes respecto de los objetivos socialmente establecidos) y, por consiguiente, a eliminar o reducir aquellos factores o elementos de cultura antagónicos o extraños a las formas dadas de civilización. No es necesario repetir aquí la conocida afirmación de que la fácil asimilación del trabajo y la distensión, de la frustración y la broma, del arte y la decoración de la casa, de la psicología y la dirección de empresas altera la función tradicional de estos elementos de cultura: se convierten en afirmativos, es decir, sirven para fortificar el dominio del Sistema establecido sobre el espíritu -el Sistema establecido ha hecho asequibles al pueblo los bienes de cultura- y contribuyen a reforzar el dominio de lo que es sobre lo que puede ser y sobre lo que debe ser -lo que debe ser si hay verdad en los valores culturales-. Esta afirmación no es una condena: un amplio acceso a la cultura tradicional, y especialmente a sus auténticas creaciones, es mejor que la retención de los privilegios culturales por un círculo limitado definido por la riqueza y el nacimiento. Pero para preservar el contenido cognoscitivo de estas creaciones son necesarias unas facultades intelectuales y una consciencia intelectual que no son precisamente intrínsecos a los modos de pensar y de comportarse requeridos por la civilización predominante en los países industriales avanzados.

En su forma y dirección predominantes, el progreso de esta civilización exige modos de pensamiento operativos y conductistas, así como su defensa y su mejoramiento, pero no su negación. Sin embargo, el contenido (y principalmente el contenido oculto) de la cultura superior era en gran medida precisamente esta negación: la condena de la destrucción institucionalizada de las potencialidades humanas, vinculada a una esperanza que la civilización establecida condenaba como "utópica". No hay duda de que la cultura superior ha tenido siempre un carácter positivo en la medida en que se separaba de la explotación y la miseria de aquellos por cuyo trabajo se reproducía la sociedad a que pertenecía esa cultura, y en ese grado se convertía en la ideología de la sociedad. Pero como ideología, estaba también disociada de la sociedad, y en esta disociación era libre de comunicar la contradicción, la condena y la negación. Ahora la comunicación se ha multiplicado técnicamente, se ha facilitado enormemente y obtiene una gran compensación, pero el contenido ha cambiado porque el espacio intelectual e incluso físico en que puede desarrollarse una disociación efectiva está cerrado.
En lo que respecta a la eliminación del antiguo contenido antagónico de la cultura, trataré de mostrar que lo implicado aquí no es el destino de un cierto ideal romántico que sucumbe ante el progreso tecnológico, ni la progresiva democratización de la cultura, ni tampoco la igualación de las clases sociales, sino más bien la clausura de un espacio vital necesario para que se desarrollen en él la autonomía y la oposición; la destrucción de un refugio o de una barrera frente al totalitarismo. Sólo puedo señalar aquí algunos aspectos del problema, partiendo una vez más de la situación en el terreno académico.

La división en ciencias naturales, ciencias sociales o del comportamiento y humanidades aparece como una división muy extraña, puesto que la distribución de la materia, al menos entre las dos últimas, es más que dudoso. El aprieto académico refleja la situación general. Existe un visible divorcio entre las ciencias sociales y las humanidades, o al menos lo que se supone que son estas últimas: experiencia de la dimensión de humanitas todavía no traducida en realidad, o modos de pensamiento, imaginación y expresión esencialmente no operativos y trascendentes; que trascienden el universo de conducta establecido no pasando a un reino de espíritus e ilusiones, sino hacia posibilidades históricas. En nuestra situación actual, ¿puede exigir el análisis de la sociedad que se haga abstracci6n de la humanitas, del comportamiento social o incluso individual? Nuestra situación cultural, nuestro universo de comportamiento social, ¿pueden repudiar e invalidar las humanidades y convertirlas realmente así en ciencias de no-comportamiento y por tanto "no científicas", preocupadas principalmente por valores personales, emotivos, metafísicos o poéticos, a menos que se traduzcan en términos conductistas? Si así fuera, sin embargo, las humanidades dejarían de ser lo que son. Rendirían sus verdades esencialmente no operativas a las reglas que gobiernan la sociedad establecida, pues los patrones de las ciencias del comportamiento son los de la sociedad a cuyo comportamiento están vinculadas. Sin embargo, la desarraigada dimensión no-operativa era el núcleo de la cultura tradicional, el "telón de fondo" de la sociedad moderna hasta el final del período del liberalismo; de manera general, el período transcurrido entre las dos guerras mundiales señala la etapa final de esta fase. En virtud de su distanciamiento del universo del trabajo socialmente necesario, de las necesidades y el comportamiento socialmente útiles, ya causa de su separación de la lucha diaria por la existencia, la cultura podía crear y preservar el espacio intelectual en el que podían desarrollarse la transgresión crítica, la oposición y la negación; se trataba de una esfera privada y de autonomía en la que el espíritu podía encontrar un punto de apoyo exterior al Sistema, desde el cual considerar éste en una perspectiva diferente, comprenderlo con conceptos diferentes y descubrir posibilidades e imágenes prohibidas. Este punto de apoyo parece haber desaparecido.


Para evitar cualquier interpretación equívoca romántica, permítaseme repetir que la cultura ha sido siempre privilegio de una pequeña minoría, una cuestión de riqueza, tiempo y fortuna. Para la plebe infraprivilegiada, los "valores superiores" de la cultura han sido siempre meras palabras o exhortaciones vacías, ilusiones y engaños; en el mejor de los casos se trataba de ilusiones y aspiraciones que quedaban insatisfechas. Con todo, la posición privilegiada de la cultura, el abismo entre la civilización material y la cultura intelectual, entre necesidad y libertad, era también el abismo que protegía como una "reserva" el reino de la cultura no científica. Allí la literatura y las artes podían alcanzar y comunicar verdades que en la sociedad establecida eran negadas y reprimidas, o bien convertidas en conceptos y módulos socialmente Útiles. Análogamente, la filosofía -y la religión- podían formular y comunicar imperativos morales de validez humana universal, a menudo en contradicción radical con la moralidad socialmente útil. En este sentido, me atrevo a decir que la cultura no científica estaba menos sublimada que la forma en la cual se traducía en los valores sociales y en la conducta real, y ciertamente menos sublimada que las nada inhibidas novelas de nuestros días; y estaba menos sublimada porque el estilo inhibido y mediatizado de la cultura superior evocaba, como lo "negativo", las inflexibles necesidades y esperanzas del hombre, que la literatura de hoy presenta en su realización predominante socialmente, impregnadas de la represión predominante.

La cultura superior existe todavía. Es más asequible que nunca; se lee, se contempla y se escucha más ampliamente que nunca; sin embargo, la sociedad ha estado clausurando el espacio espiritual y físico en el que es posible comprender esta cultura en su sustancia cognoscitiva, en su exacta verdad. Lo operativo, tanto en el pensamiento como en el comportamiento, relega estas verdades al terreno personal, subjetivo, emocional; así pueden encajar fácilmente en el Sistema. La trascendencia cualitativa y crítica de la cultura está siendo eliminada y lo negativo integrado en lo positivo. Los elementos de oposición de la cultura se ven disminuidos así: la civilización toma, organiza, compra y vende cultura; ideas sustancialmente no operativas y no conductistas se traducen a términos operativos y conductistas, y esta traducción no es simplemente un l3roceso metodológico, sino un proceso social e incluso político. Tras las observaciones precedentes, podemos expresar ahora la principal consecuencia de este proceso en una fórmula: la integración de los valores culturales en la sociedad establecida invalida la alienación de la cultura de la civilización, allanando, consiguientemente, la tensión entre el "deber ser" y el "ser" (que es una tensión histórica, real), entre lo posible y lo actual, entre el futuro y el presente, entre la libertad y la necesidad. La consecuencia es que los contenidos autónomos y críticos de la cultura se convierten en contenidos educativos, sublimantes y relajantes: en un vehículo de adaptación.

Cualquier auténtica creación literaria, artística, musical o filosófica habla en un metalenguaje que comunica hechos y condiciones distintos de los accesibles en un lenguaje conductista; tal es su sustancia irreductible e intraducible. Parece que su sustancia intraducible se disuelve ahora en un proceso de traducción que afecta no solamente a lo sobrehumano ya lo sobrenatural (religión), sino también al contenido humano y natural de la cultura (la literatura, las artes, la filosofía): los conflictos radicales e irreductibles de amor y odio, esperanza y temor, libertad y necesidad, sujeto y objeto, bien y mal, se hacen más manejables, comprensibles, normales... en una palabra: conductistas. No solamente los dioses, los héroes, los reyes y los caballeros, cuyo universo era el de la tragedia, el romance, la balada y la fiesta, han desaparecido, sino que también han desaparecido muchos de los enigmas que no pudieron resolver, muchas de las luchas que llevaron adelante y muchas de las fuerzas y los temores con que tuvieron que enfrentarse. Una dimensión cada vez mayor de fuerzas no conquistadas (e inconquistables) está siendo conquistada por la racionalidad técnica y por la ciencia física y social. y muchos problemas arquetípicos se han vuelto susceptibles de ser diagnosticados y tratados por el psicólogo, el trabajador social, el científico y el político. El hecho de que se diagnostiquen y se traten mall, de que su con- tenido todavía válido sea deformado, reducido o reprimido no debe ocultar las potencialidades radicalmente progresivas de este proceso. Pueden resumirse en la proposición de que la humanidad ha alcanzado la etapa histórica en que es técnicamente capaz de crear un mundo de paz, un mundo sin explotación, sin miseria y sin la servidumbre del trabajo. Eso sería una civilización convertida en cultura.

La corrosión tecnológica de la sustancia trascendente de la cultura superior invalida el medio en que halla expresión y comunicación apropiadas, provocando el colapso de las formas literarias y artísticas tradicionales, la redefinición operativa de la filosofía, la transformación de la religión en un círculo de la posición social. La cultura se define de nuevo por el estado de cosas existente: las palabras, tonos, formas y colores de las obras perennes siguen siendo los mismos, pero lo que expresaban está perdiendo su verdad, su validez; las obras que anteriormente aparecían sorprendentemente apartadas de y contrarias a la realidad establecida han sido neutralizadas como clásicas; de este modo ya no mantienen su alienación de la sociedad alienada. En la filosofía, la psicología y la sociología, predomina un pseudoempirismo que refiere sus conceptos y métodos a la experiencia restringida y reprimida de la gente en el mundo regulado, y que quita valor a los conceptos no conductistas al descalificarlos como confusiones metafísicas. Así, la validez histórica de ideas como las de Libertad, Igualdad, Justicia e Individuo residía precisamente en su contenido insatisfecho, en que no podían ser referidas a la realidad establecida, la cual no podía darles validez ni se la dio porque eran negadas por el funcionamiento de las mismas instituciones a las que se atribuía su realización. Eran ideas normativas; eran no operativas no en virtud de su carácter metafísico y acientífico, sino en virtud de la servidumbre, la desigualdad, la injusticia y la dominación institucionalizadas en la sociedad. Los modos de pensamiento y de investigación predominantes en la cultura industrial avanzada tienden a identificar los conceptos normativos con su realización social predominante, o, más bien, toman como norma el modo en que la sociedad traduce estos conceptos en la realidad, tratando a lo sumo de mejorar la traducción; el residuo no traducido se considera especulación anticuada.

No hay duda de que el contraste entre el original y la traducción es obvio y forma parte de la experiencia diaria; por otra parte, el conflicto entre lo potencial y lo actual se modela con el progreso técnico, con la creciente capacidad de la sociedad para vencer la escasez, el temor y la servidumbre del trabajo. Sin embargo, son también este progreso y esta capacidad los que bloquean la comprensión de las causas del conflicto y las posibilidades de solución; las posibilidades de una pacificación de la lucha por la existencia, individual y social, dentro de la nación ya escala internacional. En las zonas más altamente desarrolladas de la civilización industrial, que proporcionan el modelo cultural del período contemporáneo, la enorme productividad del sistema establecido aumenta y satisface las necesidades de la plebe mediante una administración total que procura que las necesidades del individuo sean las que perpetúan y fortalece el sistema. El elemento racional necesario para el cambio cualitativo se evapora así, y con él se evapora el elemento racional para la alienación de la cultura respecto de la civilización.

Si la cambiante relación entre cultura y civilización es obra de la nueva sociedad tecnológica y si es sostenida constantemente por ésta, entonces una "redefinición" teorética, independientemente de lo justificada que esté, puede seguir siendo académica en la medida en que vaya contra la tendencia predominante. Pero también aquí el mismo alejamiento y la misma "pureza" del esfuerzo teorético, su, aparente debilidad frente a las realidades, puede convertirse en una posición de fuerza si no sacrifica su abstracción acomodándose a un positivismo y un empirismo falaces, y falaces en la medida en que estos modos de pensamiento están orientados hacia una experiencia que, en realidad, es solamente un sector mutilado de la experiencia, aislado de los factores y de las fuerzas que determinan la experiencia. La absorción administrativa de la cultura por la civilización es el resultado de la orientación establecida del progreso científico y técnico, de la creciente conquista del hombre y de la naturaleza por los poderes que organizan esta conquista y que utilizan el creciente nivel de vida para perpetuar su organización de la lucha por la existencia.

Hoy esta organización actúa a través de la movilización permanente del pueblo para la eventualidad de la guerra nuclear, ya través de la movilización continuada de la agresión socia]mente necesaria, de la hostilidad, la frustración y el resentimiento engendrado por la lucha por la existencia a los receptores de ésta en objetos de la administración. Las necesidades de la sociedad establecida Son interiorizadas y se convierten en necesidades individuales; el comportamiento exigido y las aspiraciones deseables se convierten en algo espontáneo. En los estadios de desarrollo superiores, esta coordinación total procede sin terror y sin la abrogación del proceso democrático.

Por el contrario, hay al mismo tiempo una creciente independencia de los dirigentes elegidos respecto del electorado, el cual está constituido por una opinión pública modelada por los intereses económicos y políticos predominantes. Su dominio aparece Como el dominio de la racionalidad productiva y tecnológica. Y este dominio, como tal, es aceptado y defendido y el pueblo lo hace suyo. La consecuencia es un estado de interdependencia general que oculta la jerarquía real. Tras el velo de la racionalidad tecnológica, se acepta la heteronomía universal como si se tratara de unas libertades y unos bienes ofrecidos por la "sociedad opulenta ".
En estas condiciones, la creación (o recreación) de un refugio de independencia espiritual (la independencia práctica, política, queda efectivamente bloqueada por el poder concentrado y la coordinación en la sociedad industrial avanzada) ha de asumir la forma de una retirada, de un aislamiento voluntario, de un "elitismo" intelectual. Y, en realidad, una redefinición de la cultura tendría que ir en contra de las tendencias más poderosas. Significaría la liberación del pensamiento, la investigación, la enseñanza y el aprendizaje del universo establecido de adaptación y de comportamiento y la elaboración de métodos y conceptos capaces de superar racionalmente los límites de los hechos y "valores" establecidos. En términos de las disciplinas académicas, esto significaría hacer pasar el énfasis principal a la teoría "pura", es decir , a la sociología teorética, a la ciencia política, a la psicología, a la filosofía especulativa, etc. Las consecuencias sobre la organización de la educación serían más importantes: el cambio conduciría a la creación de universidades de "élite", separadas de los colleges, que conservarían y reforzarían su carácter de escuelas vocacionales en el más amplio sentido. Una completa independencia financiera sería el requisito indispensable de lo anterior: hoy más que nunca importa la fuente del apoyo material. Ningún patrocinador privado individual sería capaz de financiar la educación que puede preparar el fondo espiritual para una jerarquía cualitativamente diferente de valores y de poder. Una educación así podría ser imaginada como preocupación de un gobierno deseoso y capaz de contrarrestar la tendencia política y popular predominante, y esta condición se formula únicamente para revelar su carácter utópico.

La idea misma de unas universidades de élite intelectual se denuncia hoy como una tendencia antidemocrática, incluso aunque el acento se cargue sobre "intelectual" y el término "élite" designe una selección realizada en la escuela y en la población de los colleges en general; una selección realizada únicamente por el mérito, es decir, según la inclinación y la capacidad para el pensamiento teorético. En realidad la idea es antidemocrática si la democracia de masas establecida y su educación se toman como la realización de una democracia que corresponde exactamente a las formas históricamente posibles de libertad e igualdad. No creo que éste sea el caso. La tendencia positivista y conductista predominante sirve con demasiada frecuencia para cercenar las raíces de la autodeterminación de la mente del hombre; de una autodeterminación que hoy (al igual que en el pasado) exige una disociación crítica del universo dado de experiencia. Sin esta crítica de la experiencia, el estudiante queda privado de los métodos e instrumentos que le permitirían comprender y valorar su sociedad y su cultura en su conjunto, en el continuum histórico en el que esta sociedad cumple, deforma o niega sus propias posibilidades y promesas. A diferencia de esto, el estudiante es educado para comprender y valorar las condiciones y posibilidades establecidas solamente en los términos de las condiciones y posibilidades establecidas: su pensamiento, sus ideas y sus objetivos se hallan programática y científicamente restringidos, no por la lógica, por la experiencia y por los hechos, sino por una lógica purgada, por una experiencia mutilada y por unos hechos incompletos.

La protesta contra este conductismo sofocante encuentra un aliviadero irracional en las numerosas filosofías existencialistas, metapsicológicas y neoteológicas que se oponen ala tendencia positivista. La oposición es defectuosa, e incluso ilusoria. También contribuye a la decadencia de la razón crítica en la medida en que se abstrae del material real de la experiencia sin volver jamás a ella después de que la abstracción ha alcanzado el nivel conceptual. La experiencia existencial ala que se refiere es también una experiencia restringida y mutilada, pero, en contraste con el positivismo, la experiencia es deformada no solamente por el nexo del universo de experiencia social establecido, sino también por la insistencia en el hecho de que la decisión u opción existencia puede abrirse camino en este universo y alcanzar la dimensión de la libertad individual. Sin duda, ningún esfuerzo intelectual y ningún modo de pensamiento pueden conseguirlo, pero, en cambio, pueden facilitar u obstaculizar el desarrollo de esa consciencia que es una condición previa para la realización de la tarea.

Los conceptos de la razón crítica son a la vez filosóficos, sociológicos e históricos. En esta interrelación, y vinculados al dominio creciente de la naturaleza y de la sociedad, son catalizadores intelectuales de la cultura: abren el espacio espiritual y las facultades al surgimiento de nuevos proyectos históricos, de nuevas posibilidades de existencia. Esta dimensión teorética del pensamiento se ve hoy acentuadamente reducida. Aquí se carga el acento sobre su extensión, y la restauración puede parecer menos irrelevante si recordamos que nuestra cultura (y no solamente nuestra cultura intelectual) fue proyectada y definida previamente -incluso en sus aspectos más prácticos- por la ciencia, la filosofía y la literatura antes de que se convirtiera en una realidad plenamente desarrollada y organizada: la nueva astronomía y la nueva física, la nueva teoría política anticiparon (afirmativa y negativamente) la experiencia histórica subsiguiente. La liberación del pensamiento teorético de sus compromisos con una práctica represiva era una condición previa del progreso.

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La reorganización de la cultura que he sugerido más arriba violaría también el tabú de la posición de la ciencia hoy. (Empleo intencionadamente el horrible término "organización" en este contexto porque la cultura se ha convertido en un objeto de organización; "abstraer" la cultura de su administración predominante significa en primer lugar reorganizarla y desorganizarla.) El papel de la ciencia en una cultura establecida ha de ser valorado no solamente con relación a las verdades científicas (nadie que esté en su sano juicio negará o minimizará su "valor"), sino también con relación a su impacto perceptible sobre la condición humana. La ciencia es responsable de este impacto, y éste no constituye la responsabilidad personal y moral del científico, sino que corresponde a la función del método y de los conceptos científicos mismos. No hay que sobreimponer a la ciencia ninguna teleología, ningunos fines extraños a ella: posee sus propios fines históricos inherentes a ella, de los cuales no puede separarla represión alguna ni cientificismo alguno.

La ciencia, como actividad intelectual, es, previamente a toda aplicación práctica, un instrumento en la lucha por la existencia, en la lucha del hombre con la naturaleza y con el hombre; sus hipótesis directivas, sus proyecciones y sus abstracciones surgen en esta lucha y anticipan, preservan o modifican las condiciones en que se desarrolla. Decir que la misma razón científica consiste en mejorar estas condiciones puede ser un juicio de valor, pero es tan juicio de valor como el que hace un valor de la ciencia misma, como el que hace un valor de la verdad. Nosotros hemos aceptado este valor, y la "civilización" ha sido su gradual y penosa realización; ha sido un factor determinante en la relación entre la ciencia y la sociedad, e incluso las más puras conquistas teoréticas han entrado en esta relación, independientemente de la propia consciencia y de las intenciones del científico. La misma eliminación de "fines" de la ciencia ha estrechado la relación entre la ciencia y la sociedad y ha incrementado inmensamente las posibilidades instrumentales de la ciencia en la lucha por la existencia. La proyección galileana de la Naturaleza sin Telos objetivo, el cambio del preguntar científico del por qué al cómo, la conversión de la cualidad en cantidad y la expulsión de la ciencia de "la subjetividad no cuantificable, este método científico ha sido el 'requisito previo de todo el progreso técnico y material conseguido desde la Edad Media. Ha presidido los conceptos racionales de hombre y de naturaleza, y ha servido para crear las condiciones previas para una sociedad racional, las condiciones previas de la humanidad. y lo ha hecho mientras aumentaban al mismo tiempo los medios materiales de destrucción y dominación, es decir, los medios para impedir la realización de la humanidad. La construcción ha estado vinculada con la destrucción desde el comienzo; la productividad con su utilización represiva; la pacificación con la agresión. Esta responsabilidad doble de la ciencia no es algo contingente: la ciencia cuantificada y la naturaleza como cantidad matematizada, como universo matemático, son "neutros", algo susceptible de cualquier utilización y transformación, limitado solamente por los límites del saber científico y por la resistencia de la materia bruta. En esta neutralidad, la ciencia se vuelve adaptable y queda sujeta a los objetivos predominantes en la sociedad en que se desarrolla. Se trata todavía de una sociedad en la que la conquista de la naturaleza tiene lugar por medio de la conquista del hombre, la explotación de los recursos naturales e intelectuales por medio de la explotación del hombre, y la lucha con la naturaleza por medio de la lucha por la existencia en formas agresivas y represivas a nivel tanto personal como nacional e internacional. Pero la ciencia misma ha alcanzado un nivel de comprensión y de productividad que la coloca en contradicción con este estado de cosas: la racionalidad científica "pura" implica la posibilidad real de eliminar la escasez, la servidumbre del trabajo y la injusticia en todo el mundo; implica la posibilidad de pacificar la lucha por la existencia. No se trata de deshacer o mutilar la ciencia, sino de liberarla de los amos que la ciencia misma ha contribuido a crear. y esta liberación no sería un acontecimiento exterior que dejaría a la empresa científica con su estructura intacta: muy bien puede afectar al propio método, a la experiencia científica ya la proyección de la naturaleza. En una sociedad racional y humana, la ciencia tendría una función nueva, y esta función muy bien podría necesitar una reconstrucción del método científico: no un retorno a la ciencia-filosofía anterior a Galileo, sino más bien a la cuantificación científica de nuevos objetivos, derivados de una nueva experiencia del hombre y de la naturaleza: los objetivos de la pacificación.

Hoy es preciso responder a la cuestión de si la ciencia, en la "sociedad opulenta", no ha dejado de ser un vehículo de liberación, de si no perpetúa e intensifica la lucha por la existencia (a través de la investigación para la destrucción y de atrofia planificada) en vez de mitigarla. La distinción tradicional entre ciencia y tecnología se vuelve dudosa. Cuando las conquistas más abstractas de la matemática y de la física teórica satisfacen tan adecuadamente las necesidades de la IBM y de la Comisión de Energía Atómica, llega la hora de preguntarse si semejante aplicabilidad no es inherente a los conceptos de la ciencia misma(2) Me parece que la cuestión no puede ser solucionada separando la ciencia pura de sus aplicaciones y condenando solamente a estas últimas: la "pureza" especifica de la ciencia ha facilitado la unión de la construcción y la destrucción, de la humanidad y la inhumanidad, en el progresivo dominio de la naturaleza. En todo caso, es imposible calibrar los esfuerzos destructivos de la ciencia por los esfuerzos constructivos, de la misma manera que no es posible distinguir, en el interior del conjunto de la investigación científica, entre los terrenos, los métodos y los conceptos que defienden la vida y los que la empeoran: parecen estar vinculados interiormente. La ciencia ha creado su propia cultura, y esta cultura está absorbiendo un sector de civilización cada vez mayor. La idea de las "dos culturas" es equívoca, pero más equívoco todavía, en las condiciones predominantes, es el alegato en favor de su reunión.

La cultura no científica (me limitaré aquí a la literatura como ejemplo representativo) habla un lenguaje propio, sustancialmente diferente del len- guaje de la ciencia. El lenguaje de la literatura es un metalenguaje en la medida en que no pertenece al universo del discurso establecido que expresa el estado de cosas existente. Expresa "un mundo diferente", regido por principios, valores y patrones diferentes. Este mundo diferente aparece en el mundo establecido; se introduce en las ocupaciones diarias de la vida, en la experiencia de cada uno y de los demás, en el entorno social y natural. Independientemente de lo que instituya esta diferencia, hace que el mundo de la literatura sea un mundo esencialmente otro, distinto; una negaci6n de la realidad dada. y en el grado en que la ciencia se ha convertido en una parte integrante de la realidad dada, o incluso en una fuerza impulsora que está por debajo de ella, la literatura es también la negación de la ciencia. No existe un realismo (científico ) en la auténtica literatura de Occidente, ni siquiera en la obra de Zola: su sociedad del Segundo Imperio es la negación de esa sociedad en su realidad.

La laguna entre la cultura científica y la cultura no científica puede ser hoy una circunstancia muy prometedora. La neutralidad de la ciencia pura la ha vuelto impura, la ha hecho incapaz o no deseosa de negar su colaboración a los teóricos y prácticos de la destrucción y de la explotación legalizadas. El aislamiento de la cultura no científica puede preservar el refugio y la reserva tan necesarios en los que se mantienen las verdades y las imágenes olvidadas o eliminadas. Cuando la sociedad tiende hacia la coordinación y la administración total (por medios científicos), la alienación de la cultura no científica se convierte en un requisito previo para la oposición y la negación. Que un poeta, un escritor o un estudiante de los clásicos conozca o no la segunda ley de la termodinámica o la "caída de la paridad" es cuestión suya; sin duda no le causarán ningún daño (tampoco sería peligroso que este saber hubiera de formar parte de la educación general). También puede ser completamente irrelevante para lo que tiene que decir. Pues el "orden natural" que las ciencias cuantificadoras definen y dominan no es el orden natural, y el "edificio científico del mundo físico "no es" en su profundidad, complejidad y articulación intelectual, la obra colectiva más maravillosa y bella de la mente humana". Me parece que el edificio de la literatura, del arte y de la música es infinitamente más maravilloso, bello, profundo, complejo y articulado, y creo que no se trata simplemente: de una cuestión de gustos. El universo de la cultura no científica es un universo multidimensional en el que son irreductibles las cualidades secundarias" y en el que toda la objetividad se halla cualitativamente relacionada al sujeto humano. La modestia científica oculta con frecuencia un absolutismo aterrador, un rechazo alegre de modos de pensamiento no científicos pero racionales al reino de la ficción, de la poesía o de las preferencias.

Me he referido a Las dos culturas porque el mensaje del libro no me parece simplemente una exhortación más a la conformidad disfrazada de racionalidad científica. La unión o la reunión de la cultura científica puede ser un requisito previo para el progreso más allá de la sociedad de la movilización total y de la defensa o la disuasión permanentes, pero no es posible realizar semejante progreso dentro de la cultura establecida de defensa o de disuasión que tan eficazmente sostiene la ciencia. Para conseguir este progreso, la ciencia debe liberarse a sí misma de la dialéctica fatal del Amo y el Esclavo que transforma la conquista de la naturaleza en el instrumento de la explotación y en la tecnología de su perpetuación en formas "superiores". Con anterioridad a esta liberación de la ciencia, la cultura no científica preserva las imágenes y los fines que la ciencia, por sí misma, no define ni puede definir, esto es, los fines de la humanidad. Evidentemente, la reorientaci6n de la ciencia implica cambios políticos y sociales, es decir, el surgimiento de una sociedad esencialmente diferente cuya pervivencia pueda prescindir de las instituciones de defensa y disuasión agresivas. En el interior de las instituciones establecidas, la preparación para esta eventualidad será primariamente algo negativo, esto es, la reducci6n de la presión abrumadora sobre los modos de pensamiento no conformistas, crítico-trascendentes; consistirá en contrarrestar el oligopolio del pseudoempirismo conductista.

Si le queda todavía algún sentido a la afirmación de Kant de que la educación no debe ser para la sociedad actual, sino para una sociedad mejor, la educación debería alterar también (y acaso principalmente) el lugar de la ciencia en las universidades y en la zona de "investigación y desarrollo" en su conjunto. El abrumador apoyo financiero generoso de que gozan hoy las ciencias físicas no es solamente un apoyo para la investigación y el desarrollo en interés de la humanidad, sino también en el interés contrario. Dado que no es posible disolver esta fusión de los contrarios dentro de la estructura del sistema social existente, acaso sea posible lograr un pequeño progreso mediante una política de discriminación con respecto al apoyo y a las prioridades. Sin embargo, una política así supondría la existencia de gobiernos, fundaciones y empresas lo suficientemente poderosos y deseosos de reducir rigurosamente el establishment militar, lo cual es una hipótesis más bien poco realista. Se puede pensar en la creación de una reserva académica en la que la investigación científica se emprenda con completa independencia de las vinculaciones militares, donde el inicio, la continuación y la publicación de las investigaciones se deje en manos de un grupo de científicos independientes entregados a una tarea humanista. Dado que hoy existen muchas universidades y colleges que se niegan a comprometerse en toda investigación patrocinada por el gobierno que implique proyectos militares, todavía se podría propugnar la creación de alguna institución que no simplemente mantuviera esa regla, sino que propiciara activamente la publicación de documentos sobre abusos de la ciencia para fines inhumanos.

Actualmente, incluso estas ideas modestas y prudentes son descalificadas como necias y románticas y cubiertas de ridículo. El hecho de que estén condenadas ante el omnipotente aparato político y técnico de nuestra sociedad no destruye necesariamente el valor que puedan tener. En virtud de la unión impenetrable entre la racionalidad política y la racionalidad tecnológica, hoy, las ideas que no se doblegan ante esta unión aparecen como irracionales y perjudiciales para el progreso: como reaccionarias. Por ejemplo, se oyen comparaciones entre la protesta contra los cada vez más importantes programas de exploración del espacio exterior y la oposición del aristotelismo medieval contra Copérnico y Galileo. Sin embargo, nada hay de regresivo en la insistencia en que toda la energía y todo el dinero dedicado al espacio exterior se dilapidan en la medida en que se dejan de emplear en la humanización de la tierra. Las innegables mejoras y descubrimientos técnicos resultantes de la conquista del espacio exterior deben ser valorados en términos de prioridades: la posibilidad de permanecer (acaso incluso de vivir) en el espacio exterior debería tener una prioridad inferior a la de abolir las condiciones de vida intolerables en la tierra. La idea de que es posible que ambos proyectos sean llevados adelante eficazmente al mismo tiempo y por la misma sociedad es una figuración ideológica. La conquista del espacio exterior puede acelerar y extender la comunicación y la información, pero ¡o que hay que preguntar es si éstas no son ya suficientemente rápidas y extensas, o incluso demasiado rápidas y extensas, para lo que se comunica y para lo que se hace. El antiguo concepto de hybris tiene un buen sentido no metafísico cuando se aplica a la destrucción forjada no por los dioses sino por el hombre. La racionalidad de la competencia (o, mejor, el conflicto) política y militar global no es necesariamente sinónimo de progreso humano. Cuando este último va ligado a lo primero, se hace aparecer la protesta contra esta vinculación como una forma de regresión irracional; pero esta perversión es a su vez obra de la política. Evidentemente, la idea de una educación dentro de la sociedad existente para una sociedad futura mejor es una contradicción, pero una contradicción que es preciso resolver si ha de darse el progreso.


(1)Background. "telón de fondo" -cuyo sentido en este contexto acaso recogiera mejor "medio ambiente", y ground, "fondo"-; juego de palabras sobre un uso lingüístico difícil de reflejar en castellano. (T .)


(2) He discutido esta c.tión en mi libro One-Dimensionul Man (Boston, Beacon Press, 1964), Caps. 6 y 7. (Hay trad. cast., El hombre unidimensional, Barcelona, Seix-Barral, 1969.)

(*) Texto perteneciente al libro, ENSAYOS SOBRE POLÍTICA Y CULTURA, Editorial Planeta-De Agostini, S.A. Traducción cedida por Editorial Ariel, S.A.

Más información sobre Hebert Marcuse en: www.marcuse.org

La Ideología de la muerte (*)
Por HERBERT MARCUSE
Traducción: Juan-Ramón Capella


En la historia del pensamiento occidental, la interpretación de la muerte ha recorrido toda la escala, desde la idea de un mero hecho natural, relativo al hombre como materia orgánica: hasta la idea de muerte como telos de la vida, como característica distintiva de la existencia humana. De estos dos polos opuestos pueden inferirse dos morales en contraste: por una parte, la actitud hacia la muerte es la aceptación escéptica o estoica de lo inevitable, o incluso la represión de la idea de muerte durante la vida; por otra, la glorificación idealista de la muerte es lo que da "significado" a la vida, o la condición previa de la "verdadera"vida del hombre. Si la muerte se considera como un acontecimiento esencialmente externo aunque biológicamente interno de la existencia humana, la afirmación de la vida tiende a ser una afirmación final y, por decirlo así, incondicional: la vida sólo es y puede ser redimida por la vida. Pero si la muerte aparece como un hecho tanto esencial como biológico, tanto ontológico como empírico, la vida queda trascendida incluso aunque la trascendencia no asuma una forma religiosa. La existencia empírica del hombre, su vida material y contingente, se define entonces en términos de -y es redimida por- algo diferente de ella misma: se dice que vive en dos dimensiones fundamentales diferentes e incluso en conflicto, y su "verdadera" existencia implica una serie de sacrificios en su existencia empírica que culmina con el sacrificio supremo: la muerte. A esta idea de la muerte se refieren las siguientes notas.

Resulta notable la medida en que la idea de la muerte como una necesidad no solamente biológica sino ontológica ha impregnado la filosofía occidental; notable porque la superación y el dominio de la mera necesidad natural ha sido considerada en otros terrenos como el distintivo de la existencia y del esfuerzo humanos. Semejante elevación de un hecho biológico a la dignidad de esencia ontológica parece ir en sentido contrario a una filosofía que considera que una de sus principales tareas es la distinción y la discriminación entre los hechos naturales y los hechos esenciales, y enseñar al hombre a trascender los primeros. No hay duda de que la muerte que se presenta como una categoría ontológica no es simplemente el final natural de la vida orgánica; lo que se ha convertido en parte integrante de la existencia misma del hombre es más bien el fin comprendido, "apropiado". Sin embargo, este proceso de comprensión y de apropiación ni cambia ni trasciende el hecho natural" de la muerte, sino que sigue siendo, en sentido bruto, desesperanzada sumisión a él.

Ahora bien: toda reflexión filosófica presupone la aceptación de los hechos, pero, a continuación, el esfuerzo intelectual consiste en disolver su facticidad inmediata, situándolos en el contexto de unas relaciones en que se vuelven comprensibles. Aparecen así como el producto de unos factores, como algo que ha llegado a ser lo que es o que se ha convertido en lo que es, como elementos en un proceso. El tiempo es un constituyente de los hechos. En este sentido, todos los hechos son históricos. Una vez comprendidos en su dinámica histórica, se vuelven transparentes como puntos nodales de cambios posibles; de cambios definidos y determinados por el lugar y la función de cada hecho en la respectiva totalidad en cuyo interior ha cristalizado. No existe la necesidad: hay solamente grados de necesidad. La necesidad revela una falta de poder: la incapacidad de cambiar lo que es; el término sólo es significativo como correlato de libertad: es el límite de la libertad. La libertad implica conocimiento, cognición. La penetración de la necesidad es el primer paso para su disolución, pero la necesidad comprendida no es todavía la libertad. Esta última exige el paso de la teoría a la práctica: el dominio real de aquellas necesidades que impiden o dificultan la satisfacción de necesidades. En este paso; la libertad tiende a ser universal, pues la servidumbre de los que son no libres reduce la de quienes dependen de su servidumbre (como el amo depende del trabajo de su esclavo). Semejante libertad universal puede ser no deseada o no deseable, o impracticable, pero en este caso la libertad no es todavía real: queda aún un reino de necesidad incomprensible e inconquistable. ¿Cuáles son los criterios para determinar si los limites de la libertad humana son empíricos (es decir, en último término históricos) u ontológicos (esto es, esenciales e insuperables)? La tentativa de dar respuesta a esta cuestión ha constituido uno de los mayores esfuerzos de la filosofía. Sin embargo, se ha caracterizado a menudo por una tendencia a presentar la necesidad empírica c0mo necesidad ontológica. Esta "inversión ontológica" actúa también en la interpretación filosófica de la muerte. Se manifiesta en la tendencia a aceptar la muerte no solamente como un hecho, sino como una necesidad, y como una necesidad que debe ser conquistada no destruyéndola, sino aceptándola. En otras palabras, la filosofía ha dado por supuesto que la muerte, pertenecía a la esencia de la vida humana, a su realización existencial. Además, la aceptación comprendida de la muerte ha sido considerada como una prerrogativa del hombre, como la razón misma de su libertad. La muerte, y solamente la muerte, da su ser propio a la existencia humana. Su negación final se ha considerado como la afirmación de las facultades y de los fines del hombre. En cierto sentido remoto la proposición puede ser cierta: el hombre solamente es libre si ha conquistado su muerte, si es capaz de determinar su perecimiento como el fin elegido por sí mismo de su vida; si su muerte se enlaza interior y exteriormente con su vida en el medio de la libertad. En la medida en que no es así, la muerte sigue siendo mera naturaleza, un límite inconquistado para toda vida que sea algo más que mera vida orgánica, que mera vida animal. El poeta puede implorar: O Herr, gib jedem seinen eignen Tod. La plegaria carece de sentido en la medida en que el hombre no es dueño de su vida, sino que ésta es una cadena de actuaciones preestablecidas y socialmente exigidas en el trabajo y en el descanso. En estas circunstancias, la exhortación a hacer "propia" la muerte es poco más que una reconciliación prematura con unas fuerzas naturales no dominadas. Un mero hecho biológico, impregnado de dolor, horror y desesperación, se transforma en un privilegio existencial. Desde el principio al fin, la filosofía ha mostrado ese extraño masoquismo -y también sadismo, pues la exaltación de la propia muerte ha implicado la exaltación de la muerte de los demás-.

El Sócrates platónico saluda la muerte como el comienzo de la verdadera vida, al menos para el filósofo. Pues la virtud que es el saber hace al filósofo, que se somete heroicamente a la muerte, semejante al soldado en el campo de batalla, al buen ciudadano que obedece a la ley y al orden, a todo hombre merecedor de este nombre; a diferentes niveles, todos ellos comparten la actitud idealista hacia la muerte. Y si la autoridad que sentencia a muerte al filósofo, lejos de aniquilarlo, le abre las puertas de la verdadera vida, entonces los ejecutores quedan absueltos de toda culpa por el crimen capital. La destrucción del cuerpo no mata el "espíritu", la esencia de la vida. O acaso nos encontramos aquí ante una terrible ambigüedad: ¿hasta dónde llega la ironía de Sócrates? Al aceptar su muerte, Sócrates hace que sus jueces sean injustos, pero su filosofía de la muerte les reconoce su derecho, el derecho de la polis sobre el individuo. ¿Acaso, al aceptar el veredicto, e incluso provocándolo y negándose a escapar, refuta su propia filosofía? ¿Acaso sugiere, de una manera horriblemente sutil y sofisticada, que su filosofía sirve para apoyar a las mismas fuerzas a las que ha combatido durante toda su vida? ¿Trata acaso de mostrar un profundo secreto, la vinculación insoluble de muerte y falta de libertad, de muerte y dominación? En todo caso, Platón entierra ese secreto: la verdadera vida exige la liberación de la vida no verdadera de nuestra existencia común. La transvaloración es total; nuestro mundo es un mundo de sombras. Somos prisioneros en la cautividad del cuerpo, encadenados por nuestros apetitos, engañados por nuestros sentidos. "La verdad" está más allá. Cierto que este más allá no es todavía el cielo. Todavía no existe la certeza de si la verdadera vida presupone la muerte física, pero ya no puede haber dudas sobre la dirección en que se orienta el esfuerzo intelectual (¡y no sólo éste!). Con la desvalorización del cuerpo, la vida del cuerpo deja de ser la vida real, y la negación de esta vida es el comienzo más que el final. Además, el espíritu se opone esencialmente al cuerpo. La vida del primero consiste en dominación, ya que no en negación, del segundo. El progreso de la verdad es la lucha contra la sensualidad, el deseo y el placer. Esta lucha se dirige no solamente a liberar al hombre de la tiranía de las bestiales necesidades naturales, sino que es también la separación de la vida del cuerpo de la vida del espíritu, la alienación de la libertad del placer. La felicidad se redefine a priori (esto es, sin fundamento empírico sobre razones factuales) en términos de autonegación y de renuncia. La glorificada aceptación de la muerte, que lleva consigo la aceptación del orden político, señala también el nacimiento de la moralidad filosófica.

A través de todos los refinamientos y atenuaciones, la afirmación ontológica de la muerte continúa desempeñando su prominente papel en la corriente principal de la filosofía. Se centra sobre la idea de la muerte que Hegel describió como perteneciente al concepto romántico de Weltanschauung. Según Hegel: (1) la muerte tiene el significado de la "negación de lo negativo", esto es, de una afirmación, como "resurrección del espíritu de la mera cáscara de la naturaleza y de la limitación de que ha salido". El dolor y la muerte se desnaturalizan así en el retorno del sujeto sobre sí mismo, en satisfacción (Befriedigung), en gloria, y en esa existencia afirmativa y reconciliada que el espíritu sólo puede alcanzar mediante la mortificación de su existencia negativa, en la que está separado de su verdadera realidad y de su verdadera vida (Lebefllligkeit).

Esta tradición toca a su fin en la interpretación de Heidegger de la existencia humana como anticipación de la muerte, la última y más apropiada exhortación ideológica a la muerte, lanzada en el momento mismo en que se preparaba la base política para la mortífera realidad correspondiente: las cámaras de gas y los campos de concentración de Auschwitz, Buchenwald, Dachau y Bergen-Belsen.

En contraste con ello, se puede construir alguna clase de actitud "normal" hacia la muerte, normal en términos de los simples hechos observables, aunque reprimida corrientemente bajo el impacto de la ideología dominante y de las instituciones apoyadas por ella. Esta actitud normal hipotética podría ser delimitada como sigue: la muerte parece ser inevitable, pero en la gran mayoría de los casos es un acontecimiento doloroso, horrible, violento y no bien recibido. Cuando es bien recibido, la vida ha de haber sido más penosa aún que la muerte. Sin embargo, el desafío a la muerte es tristemente ineficaz. Los esfuerzos científicos y técnicos de la civilización madura, que prolongan la vida y mitigan sus dolores, parecen verse frustrados, o incluso neutralizados, por parte de la sociedad y por parte de los individuos. La "lucha por la existencia", en el interior de la nación y entre las naciones, sigue siendo todavía una lucha a vida o muerte, que exige el acortamiento periódico de la vida. Además, la efectividad del combate por la prolongación de la vida depende de la respuesta que encuentre en la mente y en la estructura instintiva de los individuos. Una respuesta positiva presupone que su vida sea realmente "una vida feliz", que tengan la posibilidad de desarrollar y satisfacer las necesidades y las facultades humanas, que su vida sea un fin en sí misma y no un medio para mantenerse. Si se consiguieran las condiciones en las cuales esta posibilidad podría convertirse en realidad, la cantidad podría convertirse en cualidad: una duración gradualmente creciente de la vida podría modificar la sustancia y el carácter no solamente de la vida, sino también de la muerte. Esta última perdería sus sanciones ontológicas y morales; los hombres experimentarían la muerte primariamente como un límite técnico de la libertad humana, cuya superación se convertiría en el objetivo reconocido del esfuerzo individual y social. La muerte, en creciente medida, participaría de la libertad, y los individuos tendrían el poder de decidir sus propias muertes. Se dispondría de los medios para una muerte exenta de dolor, como en el caso de pacientes incurables. ¿Puede oponerse otra cosa que argumentos irracionales a este razonamiento? Solamente una: una vida con esta actitud hacia la muerte sería incompatible con las instituciones y los valores de civilización establecidos. Conducirla o bien a un suicidio en masa (puesto que para una gran parte de la humanidad la vida es todavía una carga tal que probablemente el terror de la muerte es un factor importante en su mantenimiento), o bien a la disolución de toda ley y de todo orden (puesto que la temerosa aceptación de la muerte se ha convertido en un elemento intrínseco de la moralidad pública y privada). El razonamiento puede ser inconmovible, pero entonces la idea tradicional de la muerte es un concepto sociopolítico que convierte unos sórdidos hechos empíricos en una ideología.

La relación entre la ideología de la muerte y las condiciones históricas bajo las cuales se ha desarrollado queda indicada en la interpretación de Platón de la muerte de Sócrates: la obediencia a la ley del Estado sin la cual no puede haber ninguna sociedad humana ordenada; la insuficiencia de una existencia que es encarcelamiento en vez de libertad, falsedad en vez de verdad; el conocimiento de la posibilidad de una vida libre y verdadera, junto con el convencimiento de que esta posibilidad no puede ser realizada sin negar el orden de vida establecido. La muerte es la entrada necesaria en la vida real porque la vida factual del hombre es esencialmente irreal, es decir, incapaz de existir de verdad. Pero este razonamiento está expuesto a la pregunta: ¿acaso no puede ser modificado el orden de existencia establecido de modo que se convierta en una "verdadera" polis? Platón, en su República, responde en sentido afirmativo. El Estado ideal priva a la muerte de su función trascendental, al menos para los filósofos gobernantes; puesto que viven en la verdad, no tienen que ser liberados por la muerte. En lo que respecta a los demás ciudadanos, los que son no libres no tienen que ser "reconciliados" con la muerte. Puede presentarse y hacerse presentar como un acontecimiento natural. La ideología de la muerte no es todavía un instrumento de dominación indispensable. Llegó a asumir esta función cuando la doctrina cristiana de la libertad y la igualdad del hombre en tanto que hombre se hubo combinado con las instituciones perpetuadas de injusticia y falta de libertad. La contradicción entre el evangelio humanístico y la realidad inhumana exigía una solución efectiva. La muerte y resurrección del dios-héroe, en otro tiempo símbolo de la renovación periódica de la vida natural y de un sacrificio racional, orienta entonces todas las esperanzas hacia la vida transnatural en el futuro. Debe soportarse la penalidad suprema de modo que el hombre pueda hallar su realización suprema cuando haya finalizado su vida natural. ¿Cómo se puede protestar contra la muerte, luchar por su aplazamiento y por dominarla, cuando Cristo murió voluntariamente en la cruz para que la humanidad pudiera ser redimida del pecado? La muerte del hijo de Dios confiere la sanción final a la muerte del hijo del hombre.

Los hombres poco razonables, sin embargo, continúan insistiendo en la razón. Continúan temiendo a la muerte como el horror supremo y el fin último, el derrumbamiento del "ser" en la "nada". Aparece la "angustia" como categoría existencial, pero dado que la muerte es no solamente inevitable sino también incalculable, omnipresente y el límite prohibido de la libertad humana, toda angustia es temor; temor de un peligro real, omnipresente; la actitud y el sentimiento más racional. La fuerza racional de la angustia ha sido tal vez uno de los factores de progreso más poderosos en la lucha con la naturaleza, en la protección y el enriquecimiento de la vida humana. En sentido contrario, la cura prematura de la angustia sin eliminar su fuente y su resorte últimos puede ser lo contrario: un factor de regresión y de represión. Vivir sin angustia es en realidad la única definición sin compromisos de la libertad porque comprende todo el contenido de la esperanza: la felicidad tanto material como espiritual. Pero no puede haber (o más bien no debería haber) vida sin angustia mientras no se haya dominado la muerte, y no en el sentido de una expectación y una aceptación conscientes de la muerte de cualquier modo que viniere, sino en el sentido de quitarle su horror y su incalculable poder, así como su santidad trascendental. Esto significa que la lucha sistemática y concertada contra la muerte en todas sus formas debería ser llevada más allá de los límites declarados socialmente tabú. La lucha contra la enfermedad no es lo mismo que la lucha contra la muerte. Parece existir un punto en el que la primera deja de prolongarse en la segunda. Parece que una barrera mental profundamente arraigada detiene la voluntad antes de llegar a la barrera técnica. El hombre parece inclinarse ante lo inevitable sin estar realmente convencido de que lo es. La barrera está defendida por todos los valores perpetuados socialmente, vinculados a las características redentoras e incluso creadoras de la muerte: su necesidad natural y esencial ("la vida no sería vida sin la muerte"). La breve e incalculable duración de la vida impone una renuncia y una servidumbre constantes, un esfuerzo heroico y un sacrificio por el futuro. La ideología de la muerte actúa en todas las formas de "ascetismo intramundano". La destrucción de la ideología de la muerte supondría una transvaloración explosiva de los conceptos sociales: la buena consciencia de ser un cobarde, la desglorificación y la desublimación; supondría un nuevo "principio de realidad" que liberaría el "principio del placer" en vez de reprimirlo.

La mera formulación de estos objetivos indica por qué han sido convertidos tan rígidamente en tabúes. Su realización equivaldría al derrumbamiento de la civilización establecida. Freud ha mostrado las consecuencias de una desintegración (hipotética) o incluso de una relajación esencial del "principio de realidad" predominante: la relación dinámica entre Eros y el instinto de muerte es tal que una reducción del segundo por debajo del nivel en que funciona de un modo socialmente útil liberaría al primero más allá del nivel "tolerable". Ello supondría un grado de desublimación que arruinaría las conquistas más valiosas de la civilización. La visión de Freud fue lo bastante penetrante para invocar en contra de su propia concepción el tabú que violaba. El psicoanálisis casi se ha liberado a sí mismo de estas especulaciones "acientíficas". No es éste el lugar apropiado para discutir si la afirmación de la muerte expresa un "deseo de morir" profundamente arraigado, o un "instinto de muerte" primario en toda vida orgánica, o si este "instinto" no se ha convertido en una "segunda naturaleza" bajo el impacto histórico de la civilización(2). El manejo de la muerte por la sociedad y su actitud hacia ella parecen reforzar la hipótesis relativa al carácter histórico del instinto de muerte.

Tanto el temor a la muerte cuanto su represión en la aceptación de la muerte como una necesidad sancionada entran como factores de cohesión en la organización de la sociedad. El hecho natural de la muerte se convierte en una institución social. Ninguna dominación es completa sin la amenaza de muerte y sin el derecho reconocido a dispensar la muerte -muerte por sentencia legal, en la guerra, por hambre-.Y ninguna dominación es completa si la muerte, institucionalizada de este modo, no se reconoce como algo más que una necesidad natural y un hecho bruto: como algo justificado y como una justificación. Esta justificación parece ser en último término, y dejando de lado los detalles, el sentimiento de culpa individual derivado de la culpa universal que es la vida misma, la vida del cuerpo. La idea cristiana primitiva, según la cual todo gobierno secular es un castigo por el pecado, ha sobrevivido pese a haber sido desechada oficialmente. Si la vida misma es pecaminosa, entonces todos los patrones racionales de justicia terrena, de felicidad y de libertad, son simplemente condicionales, secundarios, y se ven justamente reemplazados por patrones irracionales (en términos de la vida terrestre) pero superiores. Lo decisivo no es si esto "se cree realmente" todavía sino si la actitud motivada en otro tiempo por esta creencia es perpetuada y reforzada por las condiciones e instituciones de la sociedad.

Cuando la idea de la muerte como justificación ha arraigado firmemente en la existencia del individuo la lucha por la victoria sobre la muerte queda detenida en los individuos y por obra de ellos mismos. Experimentan la muerte no solamente como el límite biológico de la vida orgánica como el límite científico-técnico del conocimiento, sino también como un límite metafísico. Luchar, protestar contra el límite metafísico de la existencia humana no solamente es una locura: es esencialmente imposible. Lo que consigue la religión mediante la idea de pecado lo afirma la filosofía mediante la idea de la finitud metafísica de la existencia humana. La finitud, en sí misma, es un mero hecho biológico: que la vida orgánica de los individuos no perdura siempre, que envejece y se deshace. Pero esta condición biológica del hombre no tiene que ser la inagotable fuente de la angustia. Puede muy bien ser (y lo ha sido para muchas escuelas filosóficas) lo contrario, esto es, un estímulo para realizar incesantes esfuerzos por extender los límites de la vida, para luchar por una existencia no culpable, y para determinar su final, para someterlo a la autonomía humana, ya que no en términos de tiempo, sí al menos en términos cualitativos, eliminando la caducidad y el sufrimiento. La finitud como estructura metafísica aparece de manera muy distinta. En ella, la relación entre la vida y el fin de la vida está, por decirlo así, invertida. Con la muerte como categoría existencial, la vida se convierte en un ganarse la vida más que en un vivir, en un medio que es un fin en sí mismo. La libertad y la dignidad del hombre se ven en la afirmación de su inadecuación desesperada, en su limitación eterna. La metafísica de la finitud se alinea así con el tabú de la esperanza no mitigada.

La muerte cobra la fuerza de una institución que, debido a su utilidad vital, no debe ser modificada aunque acaso pudiera serlo. La especie se perpetúa por medio de la muerte de los individuos; eso es un hecho natural. La sociedad se perpetúa por medio de la muerte de los individuos, pero esto no es ya un hecho natural sino un hecho histórico. Los dos hechos no son equivalentes. En la primera proposición, la muerte es un hecho biológico; en la segunda, la muerte es una institución y un valor: la cohesión del orden social depende en considerable medida de la efectividad con que los individuos condesciendan con la muerte como algo más que con una necesidad natural; de su disposición a sacrificarse a sí mismos y a no luchar "demasiado" con la muerte. No hay que valorar demasiado la vida; al menos, no hay que valorarla como el bien supremo. El orden social exige conformarse a la servidumbre ya la resignación; exige heroísmo y el castigo del pecado. La civilización establecida no funciona sin un grado considerable de falta de libertad, y la muerte, la causa última de toda angustia, sostiene la falta de libertad. El hombre no es libre en la medida en que la muerte no se ha vuelto realmente en algo "suyo", esto es, en la medida en que no ha sido sometida a su autonomía. La realización de semejante autonomía solamente es concebible si la muerte deja de aparecer como la "negación de la negación", como una redención de la vida.

Hay otro aspecto siniestro en la exaltada aceptación de la muerte como algo más que un hecho natural; un aspecto que se pone de manifiesto en los antiguos relatos de madres que se complacieron por el sacrificio de sus hijos en los campos de batalla, en las cartas más recientes de madres que otorgaban su perdón a los ejecutores de sus hijos, en la indiferencia estoica con que muchos viven cerca de campos de pruebas atómicas y consideran la guerra algo normal. No hay duda de que encontraremos fácilmente explicaciones: la defensa de la nación es el requisito previo necesario para la existencia de todos sus ciudadanos; el juicio final del homicida corresponde a Dios y no al hombre, etcétera. Sin embargo, por razones más materiales, el individuo ha dejado de tener poder "para hacer algo" desde hace mucho, y esta falta de poder se racionaliza en la forma de obligación moral, de virtud o de honor. Todas estas explicaciones, con todo, parecen venirse abajo ante una cuestión central: su carácter no disfrazado, casi exhibicionista, de afirmación, de consentimiento instintivo. En realidad parece difícil rechazar la hipótesis de Freud de un deseo de muerte insuficientemente reprimido. Pero diré, una vez más, que el impulso biológico que actúa en el deseo de muerte puede no ser tan biológico. La necesidad de sacrificar la vida del individuo de modo que pueda continuar la vida del "conjunto" puede haber sido "alimentada" por fuerzas históricas. Aquí el "conjunto" no es la especie natural, la humanidad: se trata más bien de la totalidad de instituciones y relaciones que han creado los hombres a lo largo de su historia. Esta totalidad, sin la afirmación instintiva de su indiscutible prioridad, puede estar en peligro de desintegración. Cuando Hegel decía que la historia es el altar de la matanza en el que la felicidad de los individuos se sacrifica al progreso de la Razón, no se refería a un proceso natural. Señalaba un hecho histórico. La muerte en el altar del sacrificio de la historia, la muerte que la sociedad impone a los individuos no es mera naturaleza: es también Razón (con R mayúscula). A través de la muerte en el campo del honor, en las minas y en los caminos reales, por la enfermedad y la miseria no dominadas, por obra del Estado y de sus órganos, la civilización progresa. ¿Puede concebirse el progreso en estas condiciones a lo largo de siglos sin el consentimiento efectivo de los individuos, sin un acuerdo instintivo -ya que no consciente- que complemente y sostenga la sumisión impuesta por obediencia voluntaria? Y si prevalece semejante consentimiento "voluntario", ¿cuáles son sus raíces y sus razones?

Las preguntas nos hacen volver al comienzo. La sumisión a la muerte es sumisión al señor de la muerte: a la polis, al Estado, a la naturaleza o al dios. El juez no es el individuo, sino un poder superior; el poder sobre la muerte es también poder sobre la vida. Pero ésta es sólo la mitad de la historia. La otra es la disposición, el deseo de abandonar una vida de falsedad, una vida que traiciona no solamente los sueños de la juventud sino también las esperanzas y promesas maduras del hombre. Se refieren al más allá, al más allá del cielo, o del espíritu, o de la nada. Lo decisivo es el elemento de protesta: protesta por parte de quienes carecen de poder. Y puesto que carecen de poder, no solamente se someten, sino que perdonan a quienes distribuyen la muerte. Semejante perdón puede congraciar al poder supremo y asegurar su amor, pero también consagra la debilidad. La idea de Nietzsche de la genealogía de la moral se aplica también a la actitud moral hacia la muerte. Los esclavos se rebelan -y triunfan- no liberándose a sí mismos, sino proclamando que su debilidad es la corona de la humanidad. Y la impotencia de la protesta perpetúa el poder temido y odiado.


(1) HEGEL, G. W. F., The Philosophy of Fine Art, G. Bell & Sons, Londres, 1920, vol. II.
(2) He tratado de discutir el problema en mi libro Eros and Civilization, The Beacon Press, Boston, 1955 (hay trad. cast., Barcelona, Seix-Barral, 1968).


(*) Texto perteneciente al libro, ENSAYOS SOBRE POLÍTICA Y CULTURA, Editorial Planeta-De Agostini, S.A. Traducción cedida por Editorial Ariel, S.A.

Traducción Juan Ramón Capella